Por primera vez desde su nacimiento hace ocho años, Vox se dispone a participar en un gobierno, en este caso autonómico, el de Castilla y León. Las personas que designe para ocupar las tres consejerías que le correspondan, según los términos de su acuerdo con el Partido Popular, dispondrán de un presupuesto que deberán ejecutar, de un Diario Oficial en el que plasmar las normas que elaboren y presenten a las Cortes para su aprobación y de facultades ejecutivas de las que deberán responder ante la opinión pública y defender frente a las críticas de la oposición. Hasta ahora, los dirigentes de Vox se han movido con soltura en el terreno del enunciado de grandes principios, de la oposición inmisericorde al peor Gobierno que ha padecido España desde la Transición, de la afirmación de rotundos pronunciamientos patrióticos en su papel ardientemente ejercido de azote de separatistas y de filoterroristas y de mantenimiento incansable de planteamientos políticamente incorrectos en temas de familia o de inmigración.
Vox es, y no intenta disimularlo, sino que lo exhibe con fiero orgullo, una fuerza conservadora opuesta al pensamiento progresista dominante, soberanista y por tanto alejada de veleidades federalistas europeas y de ensueños globalistas, unitarista frente a las pulsiones centrífugas del golpismo catalán y a las notorias disfuncionalidades del Estado de las Autonomías y plenamente identificada con las pautas morales cristianas y, más concretamente, católicas. Estos rasgos de su identidad política podrán gustar más o menos, ser compartidos en su totalidad o en parte o incluso rechazados, pero nadie que no sea sectario ni maledicente, podrá negarle su derecho a un lugar al sol de nuestra democracia constitucional porque si un partido se ha distinguido en su férreo compromiso con la Ley Fundamental hasta el punto de llevar al Tribunal Constitucional -con notable éxito, por cierto- a sus transgresores, ha sido Vox.
Como era de esperar, porque la realidad es muy tozuda, Núñez Feijóo se ha visto forzado a aceptar a Vox como coaligado en Castilla y León y Pablo Casado se ha evaporado camino hacia la nada
La burda, pero eficaz, técnica utilizada por el PSOE, los comunistas podemitas y los secesionistas para por una parte obstaculizar el ascenso meteórico de Vox y por otra agitarlo como espantajo artificialmente fabricado con el fin de ganar apoyo electoral, ha consistido en marcarlo con la infamante e ígnea etiqueta de “extrema derecha” o “ultraderecha” e identificarlo absurdamente con el extinto franquismo y con los espacios ideológicos europeos menos presentables. Esta estrategia de comunicación ha funcionado gracias al gigantesco aparato mediático del Gobierno de Sánchez y sus siniestras compañías hasta el punto de que el PP, su obligado aliado a la hora de articular una alternativa al desastre que hoy ocupa La Moncloa, ha caído en esta trampa y se ha sumado a tan injusta y malévola campaña de demonización y caricaturización negativa. Como era de esperar, porque la realidad es muy tozuda, Núñez Feijóo se ha visto forzado a aceptar a Vox como coaligado en Castilla y León y Pablo Casado se ha evaporado camino hacia la nada.
A partir de aquí, la primera prueba en esta nueva etapa de la trayectoria de la organización que encabeza Santiago Abascal está en la selección de sus tres consejeros en la Junta de Castilla y León. Es un vicio progresivamente agudizado a lo largo del tiempo en nuestra deteriorada partitocracia nombrar para cargos de responsabilidad pública a hombres o mujeres que o bien se caracterizan por su fidelidad al líder o que han prestado servicios a las siglas que se ven así recompensados. Vox debe romper con este mal hábito si desea de verdad establecer una diferencia. Su decisión sobre los nombres que lo representen en el gobierno de Castilla y León ha de responder a criterios de alto nivel de formación, probada capacidad profesional y técnica, indiscutible prestigio social e intachable biografía en todos los aspectos, muy particularmente en el de la honradez en sus comportamientos. Si para cumplir con estos exigente requisitos ha de acudir a independientes, no ha de dudar en hacerlo.
Muchos clichés sobre su ubicación en el mapa político e ideológico caerán por su peso y el estigma construido sobre la calumnia y la deformación deliberada se desvanecerá para siempre
La segunda dificultad a la que se enfrentará una vez iniciado el duro camino de la gestión diaria es la tentación del maximalismo. Curtido en la lucha contra enemigos carentes de escrúpulos y acostumbrado a soltar mandobles dialécticos para no ser aplastado, Vox ha de entrar, ya instalado en el poder ejecutivo, en la senda de la prudencia, el compromiso y la mesura en el lenguaje y en los gestos. Sin renunciar para nada a sus convicciones, debe aprender a bajar a la arena de la administración cotidiana de los recursos materiales y humanos, del cumplimiento de objetivos y del escrutinio externo de sus resultados. Todo ello, además, en un gobierno de coalición que exige la preservación del propio territorio mientras se garantiza la buena relación con el socio mayoritario y se respetan los correspondientes equilibrios.
Si Vox tiene éxito en esta difícil tarea, muchos clichés sobre su ubicación en el mapa político e ideológico caerán por su peso y el estigma construido sobre la calumnia y la deformación deliberada se desvanecerá para siempre. Hay que desearle suerte porque si sale con bien de este desafío, la perentoria necesidad de liberar a España de sus implacables enemigos interiores pasará de ser un deseo doloroso a una certeza esperanzada.
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