El arte de utilizar la palabra en público con corrección y gallardía, y de servirse de ella al mismo tiempo para cautivar y persuadir, tuvo en Roma un uso temprano y prolongado en los primeros decenios del siglo I a.C. Una de sus figuras fue Cicerón, político, estilista, sabio, inventor de la elocuencia y padre de un nuevo periodo para la oratoria. Cicerón, de quien se conservan más de cincuenta discursos, recogió la experiencia helenista y la adaptó a la tradición romana. El pueblo aprendió a valorar y a aplaudir a los oradores con el entusiasmo con que hoy celebramos los goles del fútbol.
Líderes políticos como Winston Churchill y Martin Luther King, y dictadores como Adolf Hitler y Benito Mussolini, convencieron por su dialéctica. A Khomeini le ayudó la palabrería de sus peroratas en la revolución iraní.
No parece, sin embargo, que nuestro espíritu español se recree en la oratoria, ni siquiera que oigamos las intervenciones con intención de reprobar los vicios o enaltecer las virtudes de los disertantes. Nos interesan más las polémicas, las bravatas, las soflamas, los desplantes, el cotilleo, el compadreo. Apreciamos más el contenido que la forma, el grado de agresividad que el razonamiento pausado, la contundencia que las maneras de rebatir. Y llamamos coloquialmente zasca a la respuesta rápida y áspera que desbarata y deja perpleja a la persona que la recibe.
Un político elocuente persigue conmover. Para ello huye de la expresión afectada, sabe de qué habla porque se ha documentado, ordena las ideas, construye su discurso con eficacia, articula con gracia, inserta recursos de estilo, elige estructuras sonoras y equilibradas, se sirve de los procedimientos estilísticos y sabe subrayar los argumentos. A todo ello debe añadir el lenguaje no verbal, sus maneras, su indumentaria, sus gestos y mímicas, para que refuercen el mensaje.
Es diestro en colocar una palabra tras otra sin más objetivo que rellenar un discurso con mensajes aparentes que solo escuchan quienes están obligados a hacerlo para cumplir con las exigencias del partido
El presidente Sánchez, más que persuadir, da pena. Es maestro en decir lo que conviene con independencia de lo que ha dicho antes o va a decir al día siguiente. Más que sorprender, aburre. Es diestro en colocar una palabra tras otra sin más objetivo que rellenar un discurso con mensajes aparentes que solo oyen quienes están obligados a hacerlo para cumplir con las exigencias del partido. De humor, ni chispa; de ironía, ni pizca; de recursos elocuentes, ni idea; de equilibro, nada. Si la oratoria sugiere sencillez, él escoge lo sublime; si deben ser claras las ideas, opta por las confusas, y si un grado de cortesía exige contestar a las preguntas, él se escapa con desprecio. Fluidez, contundencia, elegancia y persuasión no son, ciertamente, sus cualidades.
El político debe saber que la claridad y la sinceridad es la cortesía de la inteligencia. Un pensamiento bien articulado ha de ser sucinto, capaz de abordar el mensaje principal de manera atractiva y desenvuelta. Si la vicepresidenta Yolanda Díaz ha oído alguna vez hablar de oratoria, que tal vez sepa lo que es, ya lo ha olvidado. Y a ver quien se atreve a recordárselo ahora que se ha subido a la peana para 'sumar' con fuerza sus enredados discursos, más perdidos que una garrapata en un peluche.
La ministra es incapaz de contestar con destreza y certeza a cualquier pregunta, y maneja su hábil izquierda siniestra para ajustarla a su conveniencia
A María Jesús Montero se le desparraman las palabras, le salen como ladridos de chiguagua. Desecha la ministra responder de manera sencilla, eso sería muy vulgar para ella que es tan lista, y prefiere recrearse dos minutos ante la cámara para lucir su verborrea. Es fiel practicante del arte de gruñir sin orden para dejar adulterada constancia de su autoridad. Se inspira en su mentor, Sánchez, maestro en mentiras y doctor en falsedades. La ministra es incapaz de contestar con destreza y certeza a cualquier pregunta y maneja su hábil izquierda siniestra para ajustarla a su conveniencia, aunque se escape por los pedregales. El entrevistador, cautivo del servilismo al régimen, no se enfrentará ni siquiera para subrayar que se ha ido por la tangente.
Es como si le solicitamos a alguien la hora y nos contesta que el tiempo pasa veloz y la vejez se presenta para todos y todas antes de que los hombres y las mujeres lo adviertan. Por eso conviene que los individuos y las individuas aprovechen el tiempo, que no dejen que las horas pasen sin redimir a los pobres y a las pobras de sus carencias. Y que si bien con el cambio de hora perdemos una, luego la recuperamos. Por eso saber por dónde va el día es algo que no debe interesarnos, mejor hacer lo que debemos sin consultar. Por cierto, son las tres y cuarto. Pensaríamos, si cualquier persona contesta así, que ha perdido la chaveta, pero si es un político damos por bueno que, aunque en mal estado, la conserva.
Casado tenía un verbo ágil, rápido, eficaz y ordenado, pero sucumbió arrebatado de una soberbia anárquica que no supo reconocer la irresistible ascensión de Ayuso
Padecen verborrea política, planicie en la expresión, respuestas largas y flojas cada vez que se acercan a un micrófono. Casado tenía un verbo ágil, rápido, eficaz y ordenado, pero sucumbió arrebatado de una soberbia anárquica que no supo reconocer la irresistible ascensión de Ayuso. Le faltó modestia, capacidad de asimilación, determinación para observar la realidad. Prefiero a los oradores espontáneos, carentes de artificios, de tono brillante y sin compromisos, porque cuando sentimos que alguien miente se desmorona la conciencia ciudadana y se desploma el hechizo literario.
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