La pregunta de Robles parece sacada de un tratado político del siglo XVII, un tiempo en el que sobre estas cosas no se escribía desde la utopía y la ingenuidad sino desde el conocimiento de la naturaleza humana y el realismo. Y es normal que lo parezca, porque las estrellas del Congreso son diputados como Baldoví o Rufián, pero en realidad no es más que una pregunta retórica para esquivar una respuesta seria, meditada y precisa sobre el asunto de fondo, que es el asunto del Estado, sus funciones y su supervivencia.
La pregunta de fondo es la siguiente: ¿Qué tiene que hacer un Gobierno cuando partidos con representación parlamentaria en todos los niveles de gestión declaran un plan para deshacer definitivamente la nación española sirviéndose de los mecanismos del Estado?
Nuestra respuesta depende de varios factores -cómo se conciben la nación y el Estado; cómo se concibe la democracia; cómo se conciben el poder y sus límites-, y por eso hay múltiples opciones.
Cuando ocurre algo así, un Gobierno puede calificar el plan como una fiesta en honor a la democracia. Podría incluso llevarlo más allá y permitir que se declarase la disolución de la nación, que al fin y al cabo es un concepto discutido y discutible desde que Zapatero inauguró este nuevo PSOE del que Sánchez es sólo la continuación lógica.
Puede también hacer algo muy parecido: nada. Disimular, silbar, leer la prensa económica. Ponerse de perfil; técnico, claro. Dejar que el tiempo y la historia pongan a cada uno en su sitio. A los del golpe, en diferentes gobiernos y condicionando la política nacional. A los del perfil técnico, expulsados del Gobierno por la misma banda que declara la independencia o cabalga a lomos de ella.
Un Gobierno que no vigila desde la legalidad a quienes pretenden destruir la base sobre la que se construyen las leyes que nos protegen a todos no es un buen Gobierno
Si esta opción le parece insuficiente y no tiene ganas de hacer bien las cosas, el Gobierno puede echarse al monte con el Estado a la espalda. Puede crear y financiar un grupo paramilitar para secuestrar o asesinar a líderes del movimiento, y especialmente a gente que pasaba por ahí. En principio podría pensarse que es una jugada arriesgada y que el partido que hiciera algo así sería expulsado para siempre de la política, pero ahí ha seguido el PSOE, dando lecciones de ética y presumiendo de la fidelidad de los votantes después del GAL. De nuevo, el tiempo y la historia ponen a cada uno en su sitio.
Los antecedentes pesan, y por eso se debate estos días si el Estado podría espiar a los líderes de un movimiento cuyo fin declarado es la destrucción de la soberanía nacional y de los mecanismos que protegen a todos los ciudadanos de la arbitrariedad. No, no podría; debería. Un Gobierno que no vigila desde la legalidad a quienes pretenden destruir la base sobre la que se construyen las leyes que nos protegen a todos no es un buen Gobierno. Cuando cuestiona o renuncia a sus funciones de vigilancia, el Gobierno se convierte en un facilitador del crimen y lanza una invitación a quienes pretenden servirse de cualquier resquicio para cumplir su proyecto.
Todas las preguntas que podemos hacernos sobre la concepción del PSOE del Gobierno, de la nación, del Estado y de los límites ya han sido respondidas
Ante las denuncias de espionaje, el PSOE ha jugado a dos bandas. Primero, Margarita Robles y su defensa individual y voluntarista de un Estado contra el que trabaja su propio Gobierno. Segundo, Meritxell Batet abriendo la muralla al veneno y al puñal, al diente de la serpiente. Lo que se vio la semana pasada en el Congreso no es un escándalo, es la naturaleza del PSOE y el legado que dejará a los españoles. Tras un cambio en las reglas de la votación propiciado por Batet- de la exigencia de tres quintos (210 votos) se pasó a la mayoría absoluta (176)-, los representantes de Bildu, ERC, Junts y la CUP consiguieron entrar en la comisión de secretos oficiales. Colar a los responsables del golpe de Estado y a otros independentistas responsables de cosas aún peores en esa comisión no es una anécdota ni la cesión a un chantaje. Es sencillamente un paso coherente en las coordenadas socialistas, igual que lo fue el indulto a los responsables del golpe y el comenzar a tratar a Bildu como un partido perfectamente pulcro y aseado.
El protagonismo compartido entre Robles y Batet confirma que habrá que resolver cuanto antes esta incómoda sospecha reciente. Los ciudadanos merecen saber si su Gobierno se está desviando de sus principios declarados o si por el contrario mantiene su firme apuesta por un futuro deseable que pasa por compartir las llaves del Estado con quienes aún muestran con orgullo el hacha, el martillo, la hoz y la estaca.
El párrafo anterior es en realidad una licencia. No nos engañemos, aunque sólo sea por respeto al siglo XVII. La semana pasada el Gobierno de Sánchez y sus satélites lanzaron la siguiente consigna: EH Bildu es un partido de Estado. Todas las preguntas que podemos hacernos sobre la concepción del PSOE del Gobierno, de la nación, del Estado y de los límites ya han sido respondidas. Varias veces. Todas las preguntas que nos hacemos sobre el PSOE son preguntas retóricas.
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