Opinión

El gobierno de la disonancia cognitiva

Nuestro presidente es adicto a dejarnos boquiabiertos con sus golpes de efecto; por tanto, no seré yo quien pierda el tiempo haciendo conjeturas sobre cómo acabará el folletín catalán. Vaya usted a saber lo que andará tramando con —o contra—

Nuestro presidente es adicto a dejarnos boquiabiertos con sus golpes de efecto; por tanto, no seré yo quien pierda el tiempo haciendo conjeturas sobre cómo acabará el folletín catalán. Vaya usted a saber lo que andará tramando con —o contra— Puigdemont y qué prebendas —o amenazas— estará ofreciendo a la evanescente Esquerra. En cualquier caso, no hay que hacer muchas cábalas para saber que, pase lo que pase, aflojaremos la mosca el resto de españoles —salvo los vascos, que mean colonia— y el gobierno nos lo venderá como si la cuenta corriera de su cargo. Es lo que hacen siempre.

En la última rueda de prensa del Consejo de Ministros se presumió de generosidad con un sonrojante déficit de modestia.  Encantada de haberse conocido, y tras felicitarse por lo mucho que el PSOE ha mejorado nuestras vidas —a mí que me registren—, Pilar Alegría dio paso al ministro Cuerpo, que suena a mandamás del Ministerio de Tíos Buenos pero que, en realidad, es un hombre aburriente y monocorde. El excelentísimo y guapete jefazo de Economía, Comercio y Empresa nos contó que batimos récord de empleo, que ya hemos recuperado el poder adquisitivo y que todo va muy fenomenalmente. Sin embargo, y a pesar de la profusión de datos y gráficos que utilizó en su robótica intervención, soslayó el tema de la vivienda acelerado y mirando a la portavoza, como si estuviera deseando quitarse ese marrón de encima. Ni siquiera hizo referencia a la prórroga de la moratoria antidesahucios hasta 2028; quizá porque, como economista, sepa que eso nos hará más pobres.

Tampoco tiene claro si está en la oposición o en el Gobierno, y finge hiperactividad cuando se limita a fusilar las pancartas de su sindicato: la sanidad pública no se vende. Se defiende

Sin cambiar de país, simplemente saltando de un ministro a otra, pasamos de la España motor económico de Europa a la España en la que no tenemos ni para comprar unas gafas. Mónica García, ministra de Sanidad, no entiende en qué consiste el servicio público y sólo habla para los suyos: vulnerables y personas que creen que son mejores que yo porque hacen caridad con mi dinero. Tampoco tiene claro si está en la oposición o en el Gobierno, y finge hiperactividad cuando se limita a fusilar las pancartas de su sindicato: la sanidad pública no se vende. Se defiende. Pero ¿está defendiendo los intereses de los españoles o los de esa casta sindical que utiliza hospitales y centros de salud con fines políticos?

Ya antes de San Isidro, MeMaMi nos comunicó que quiere acabar con la gestión público-privada, pues odia que “los cuatreros de lo común” ganen dinero atendiendo a los pacientes mejor de lo que lo hacen los funcionarios. Ello implicará un servicio más caro y peor, con más personal y muchos liberados sindicales.  También —¡será por dinero!— pretende que paguemos gafas y lentillas a los más vulnerables, esos que cobran IMV y acaparan todo tipo de ayudas. Y, tras el Consejo de Ministros, anunció eufórica el Proyecto de Ley de Universalidad para garantizarrrrr —no siempre consigue dominar al Sazatornil que lleva dentro— la sanidad a los sin papeles. García dice que acudir a atención primaria y no encontrarla saturada de ilegales es “una herida”. Con un par. Seguramente, y a pesar de estar tan lejos del pueblo, ella comprenda que con una paella para diez no comen 100 personas; pero cree que España puede dar asistencia médica a toda África y parte de Hispanoamérica. Entre todas sus propuestas, no hay una sola que beneficie a los currantes que mantenemos el tinglado con nuestros riñones; al contrario: las listas de espera serán en el tubo de la risa.

Convendría unificar la estrategia de comunicación del Gobierno, porque la diferencia entre lo que dicen unos y otros nos está provocando una profunda disonancia cognitiva. Así, la misma semana en que aseguran que la economía va como un tiro, celebran que más de medio millón de familias dependen del Ingreso Mínimo Vital, y proponen una prestación universal de crianza porque "no podemos tolerar que uno de cada tres niños en nuestro país esté en riesgo de pobreza”. ¿En qué quedamos?

Saqueo a las clases medias y bajas

Garamendi (CEOE) propuso en abril que los trabajadores cobrasen la nómina completa y después transfirieran sus cotizaciones a la SS, pero la izquierda salió en tromba a escandalizarse, ¿a quién se le ocurre que los españoles comprendamos cuánto nos cuesta el Bienestar del Estado? Días después, Figaredo (Vox) intentó demostrar que, bajo la promesa de redistribución de la riqueza, el Gobierno saquea a las clases medias y bajas. Pero afirmó que Hacienda y el Estado se quedan con el 54% del sueldo mínimo, obviando que desde febrero está exento de pagar IRPF; lo que le valió un buen zasca de la ministra de Hacienda. Resulta absurdo sobreactuar cuando la verdad es el mejor argumento: bastaba con haber puesto el ejemplo de un trabajador que gane 20.000 €. Veremos si, antes de que todos acabemos siendo vulnerables, alguien de la oposición echa las cuentas de lo que nos costarán los últimos anuncios gubernamentales o si siguen cobrando tan tranquilos mientras esperan heredar el gobierno.

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