El pasado 9 de julio Pedro Sánchez recibía a Quim Torra en el Palacio de la Moncloa. Ese día ya pudimos intuir hasta dónde estaba dispuesto a llegar el líder socialista con tal de permanecer en el poder sorpresivamente arrebatado al partido que había ganado las últimas elecciones generales. Al presidente catalán, edecán del fugado Carles Puigdemont, se le permitió acceder a la sede de la Presidencia del Gobierno de España luciendo el lazo amarillo en la solapa. Libertad de expresión, dirían algunos. Un modo de mirar para otro lado ante el insulto que para la mayoría de españoles, y más de la mitad de los catalanes, significa el falsario símbolo que transforma a presuntos delincuentes en presos políticos, opinarían, no sin razón, otros muchos.
También hubo otras concesiones menos visuales, pero de mayor trasfondo político, siendo la principal la terminología utilizada en el comunicado oficial posterior al encuentro: “Una crisis política requiere de una solución política”, frase atribuida a Sánchez en la nota distribuida por Moncloa y que el independentismo, como no podía ser de otro modo, interpretó de inmediato como una desautorización de la acción de la Justicia contra el golpe de Estado diseñado y ejecutado por el secesionismo. "Hemos de darnos una oportunidad, constructiva y generosa, para rehacer lo destruido", dijo a continuación Carmen Calvo, añadiendo que los dos presidentes habían acordado tener una relación "fluida y normalizada". Gran capacidad de adivinación la de la vicepresidenta del Gobierno, a lo que se ve una aventajada aprendiz del presidente del CIS, José Félix Tezanos.
Se mire por donde se mire, no hay forma de desvincular el Consejo de Ministros de hoy del chantaje al que el secesionismo está sometiendo a Pedro Sánchez
Pero mantener una relación “fluida y normalizada” no es asistir impávido al corte de autopistas por parte de inquietantes mequetrefes cubiertos con pasamontañas; ni asumir como si tal cosa que el presidente del gobierno regional planteé una salida a la eslovena, o sea, una guerra civil exprés; tampoco reaccionar de forma meliflua al chantaje en forma de huelga de hambre de unos tipos que, según el Tribunal Supremo, habrían cometido el delito político más grave de los incluidos en el Código Penal. En definitiva, nada tiene de “normal”, ni de “generoso”, ni de “normalizado” condenar a los ciudadanos de Cataluña, nacionalistas y no nacionalistas, a vivir en un estado de perpetua excepcionalidad.
El balance de estos casi seis meses de “oportunidad constructiva” es tan decepcionante que lo que en su momento se pudo aceptar como un intento de rebajar el “suflé”, como una muestra asumible de buena voluntad, se ha convertido, sin posible reversión, y en el mejor de los casos, en un ejercicio de irresponsable ingenuidad. Lo de menos de la política de Pedro Sánchez en relación a Cataluña es que ya le haya costado al PSOE una dolorosa y humillante derrota en Andalucía; lo realmente grave son las consecuencias que puede tener en términos de país. Si tiempo atrás la propuesta de celebrar un Consejo de Ministros en Barcelona podía ser explicada desde el contexto de una aconsejable distensión, hoy no hay forma de desvincularla de la estrategia de extorsión a la que los partidos nacionalistas están sometiendo al Ejecutivo de Sánchez para aprobar los presupuestos, alargar así su endeble permanencia en el poder y retrasar hasta fecha más propicia para los intereses del secesionismo la inevitable y urgente cita con las urnas.
Dinamitada por Puigdemont y sus correveidiles la oportunidad de rectificar y aceptar un diálogo sincero para reformular el encaje de Cataluña en España dentro del marco legal, a lo que asistimos en Barcelona, desgraciadamente, no es más que a una nueva concesión para mayor gloria del relato independentista por parte de un Gobierno necesitado que, cada día que pasa, conecta en menor medida con el sentir de la sociedad y que ha convertido su atrincheramiento en el poder en una prioridad muy alejada de aquellas que preocupan a una mayoría de ciudadanos.
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