Si en los momentos más críticos se desvela el verdadero carácter de las personas y de los pueblos, el año que termina y la pandemia que lo define dejan en la historia un retrato poco favorable de los actuales españoles.
La pandemia ha confirmado el viejo estereotipo según el cual estamos muy dispuestos a dejarnos sermonear y a obedecer a quien ejerza de policía, por lo que reina la anarquía cuando nuestro pastor nos abandona, como ha hecho el Gobierno. Pero, además, también ha desvelado un grave déficit de racionalidad, con un correspondiente exceso emocional en todo tipo de decisiones públicas, tanto de las que toman los políticos como —lo más determinante— las que tomamos los propios ciudadanos.
Nos hemos escandalizado con los triajes explícitos que decidían abiertamente otros países pero hemos corrido un tupido velo sobre los que hemos aplicado en muchos de nuestros hospitales y residencias de ancianos. Con ello, no solo facilitamos la desigualdad de trato y la injusticia. También trasladamos al médico la responsabilidad de unas decisiones, que, aunque solo fuera para hacerlas menos traumáticas, conviene que no sean individuales sino organizativas.
Ha sucedido algo similar con el confinamiento. En la primera ola, nos reíamos de los países que buscaban proteger la economía. Prometíamos entonces sacrificarla a la salud; pero al llegar la segunda ola hemos ajustado las medidas para tener en cuenta sus efectos económicos. Eso sí, sin admitirlo; no sea que nos acusen de insensibles.
Muchos de nuestros ancianos malviven con pensiones que resultan miserables cuando se las compara con su propio gasto sanitario, un desequilibrio que a la mayoría solo le suscita una demanda de más recursos
La pandemia ha desvelado así nuestra aversión a la toma de decisiones racionales, que se oculta incluso en supuestos éxitos de los que solemos sentirnos orgullosos. Es el caso de nuestra larga esperanza de vida, sobre la cual caben dudas de que estemos logrando equilibrar duración y calidad. Muchos de nuestros ancianos malviven con pensiones que resultan miserables cuando se las compara con su propio gasto sanitario, un desequilibrio que a la mayoría solo le suscita una demanda de más recursos, tal que le evite la desagradable tarea de buscar y definir el equilibrio.
De hecho, el que nos incomode la mera mención de un tradeoff, de la necesidad de equilibrar duración y calidad, confirma que padecemos sobrepeso emocional. Un sobrepeso hipócrita, porque no nos impide aceptar ciegamente que la asignación de recursos a ambos fines se produzca de forma oculta y sin consideración racional de los pros y contras. Si los ojos no miran, no solo el corazón se siente cómodo sino que la cabeza no necesita pensar. Lo ha puesto bien de relieve el trato dispensado a los ancianos en las residencias durante la pandemia, con miles de ellos prácticamente encarcelados sin derecho alguno en sus habitaciones. Claro está que solo para quien quiera verlo; muy pocos, a juzgar por la escasa atención mediática que merece el asunto.
Falsificación del número de fallecidos
Dada esta aversión a basar las decisiones en sus costes y beneficios, es lógico que seamos poco atentos a los datos. Este fenómeno también sobresale con la pandemia, empezando por la falsificación reiterada del número oficial de muertos por parte del Gobierno, y siguiendo por la diversidad de estadísticas autonómicas. Ello por no hablar de la gestión de datos epidemiológicos o de que los datos del Ministerio de Sanidad descansen durante los fines de semana, como si fueran parturientas.
Por todo ello, es comprensible que muchos observadores pidan inversiones públicas para mejorar los sistemas de información. Pero se equivocan, al menos en cuanto a las prioridades que manejan. En realidad, la mala producción de datos es una anécdota menor. Lo más grave en que los datos que tenemos tampoco los usamos. ¿Qué sentido tiene producir más datos si no usamos los ya disponibles?
Recuerden que supimos de la pandemia en enero y que sus riesgos eran inminentes a finales de febrero. Pero no usamos esa información para decidir. No ya para prohibir actividades con grave potencial de contagio, como manifestaciones y mítines masivos o partidos de fútbol con desplazamientos a zonas de riesgo, sino ni siquiera para comprar material sanitario y disponer inventarios de seguridad.
Si los datos disponibles no se usan para informar decisiones más racionales, gastar para mejorar la información solo satisface a los proveedores de sistemas de información
Por este motivo, son peligrosamente incompletos, cuando no interesados, los argumentos de que debemos invertir en sistemas de información. Si los datos disponibles no se usan para informar decisiones más racionales, gastar para mejorar la información solo satisface a los proveedores de sistemas de información, que tienen más demanda; a los que están al mando, porque pueden fingir que toman decisiones racionales; y, en el sector público, a los investigadores empíricos, que podemos jugar a ser dioses de papel. Viene aquí a la memoria la reciente adjudicación del contrato de mantenimiento del 'Radar Covid'.
Sabia adaptación a las circunstancias
Sin embargo, como casi siempre, no culpen solo al decisor político ya que su votante hace lo mismo, pues tampoco utiliza la información disponible para decidir. Un observador idealista esperaría que el votante respondiese ante la nueva información. Por ejemplo, que modificase su voto cuando el político al que ha votado le haya engañado. Si sucediera así, sería importante la calidad de la información, pues le permitiría saber si ha sido o no engañado. Sin embargo, y lo siento por mis amigos periodistas, mucho votante opta por otra solución más cómoda: en vez de modificar su adhesión a un político o a un partido, modifica su opinión de qué conviene hacer ajustándola a lo que el político al que apoya esté haciendo en ese momento. El engaño se transforma así en sabia adaptación a las circunstancias.
Se trata de una posibilidad tanto más probable cuanto más se decide el voto con base en la “ideología” (una palabreja esta que, en el fondo, solo designa de manera fina algunas de nuestras más primitivas emociones, como la envidia y el tribalismo). Es tanto menos probable, en cambio, cuanto más se vota con base en la competencia de los líderes políticos, esto es, en la consideración racional de qué decisiones conviene tomar. Sepan que, según las encuestas de opinión y en comparación con nuestros países vecinos, el español admite que en sus decisiones de voto la ideología pesa mucho más que la competencia de los líderes.
El argumento explica por qué no se ha derrumbado aún el apoyo electoral del actual Gobierno, pese a seguir políticas tan opuestas a muchas de sus promesas electorales. Observen que ese cambio de rumbo no afecta a todas sus políticas, pues el Gobierno, pese a la quiebra de sus finanzas y la miseria reinante en muchos otros grupos de población, aún cumple escrupulosamente con su “clientela” de rentistas, que incluye desde pensionistas a funcionarios, así como todo tipo de afinidades sectarias. Es lógico. Sus votantes seguirán apoyándole mientras solo les pida cambiar de opinión; pero no cuando haya de recortar sus beneficios.
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