A las pocas horas de anunciarse que Madrid avanzaba a la fase dos de la 'desescalada', algunos colegios enviaron una circular a los padres en la que decían que los alumnos necesitados de refuerzo habían progresado tan bien durante el confinamiento que no hacía falta abrir las aulas para lo que resta de junio. Nos vemos en septiembre. Si es que nos vemos.
Es difícil encontrar una explicación razonada a lo que está pasando con los niños en esta crisis del coronavirus. El abandono del Gobierno ha convertido a los menores en parásitos. Las aulas están cerradas, los parques de juego precintados y su socialización y aprendizaje, en pensil.
Nadie sabe cómo será el regreso a las aulas o si habrá tal regreso. Es casi un insulto que el Ejecutivo presente una ley de protección a la infancia cuando ha sido incapaz hasta el momento de dar una respuesta nacional a la vuelta al colegio de millones de alumnos. Hemos visto los bares llenos, las tiendas reabiertas, entrenamientos de fútbol, manifestaciones, reuniones en las casas y hasta botellones. Pronto nos visitarán los turistas. Pero nadie se puede subir a un columpio.
España ha creado una sociedad abiertamente hostil a la infancia, en la que tener un hijo es vivir en un circo de tres pistas las 24 horas del día. Y la peor tragedia sanitaria en un siglo solo ha venido a probarlo. Más que niños, se les ha tratado como bombas biológicas. Y se ha dejado a los padres que carguen con su encierro y su educación académica, mientras ellos, eso sí, han tenido que seguir trabajando. Dice muy poco de nosotros que se permitiera pasear al perro en los días más duros del encierro y no se pudiera ni siquiera dar una vuelta a la manzana con un niño.
Si encerramos a nuestros hijos en sí mismos, nada volverá a ser igual. Si tienen miedo a experimentar, criaremos a una generación del pánico. Nuestros niños tienen que salir a vivir. Miedo, no. Precaución, toda"
Pero se ha hecho. Lo han hecho. Y cuando entramos de lleno en la 'desescalada', nadie sabe muy bien cómo será el curso que viene. El colegio y la universidad no son solo parte imprescindible de una sociedad educada, libre y con valores, sino también una escuela de vida. Son los juegos, los amigos o las actividades extraescolares. Si encerramos a nuestros hijos en sí mismos, nada volverá a ser igual. Si tienen miedo a experimentar, criaremos a una generación del pánico. Nuestros niños tienen que salir a vivir. Miedo, no. Precaución, toda.
Ningún país puede resistir una baja natalidad. Y España está precisamente a la cola de las naciones de nuestro entorno. Hace falta la unidad de todos. Necesitamos un libro blanco que recoja un amplio abanico de políticas de conciliación, que devuelva a los niños al lugar que les corresponde. Necesitamos acabar con ese egoísmo tan español de culpar a los padres por ser padres. Ser padre es un acto de generosidad. Nadie debería sentir que le apuntan con la pistola del juicio popular por el hecho de querer serlo.
Pero mientras llega, si es que llega, nos conformamos con que alguien redacte un plan nacional para la vuelta al colegio de la manera más segura posible. Por ellos, y por sus profesores. No puede haber desigualdad entre territorios. No pueden abrir unos sí y otros no. Todos tienen que regresar en las mismas condiciones. Nadie puede depender de sus ingresos para disponer de una tableta o un ordenador.
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