Puede parecer ocioso insistir en que el Tribunal Constitucional (TC) es, debiera ser, la clave que sujeta la bóveda bajo la que se resguarda la democracia de las agresiones que intentan debilitarla. Pero no lo es. Cuando se van a cumplir 42 años desde que dos ilustres juristas, Manuel García Pelayo y Jerónimo Arozamena, tomaran posesión como presidente y vicepresidente del alto tribunal, parece más necesario que nunca recordar que solo a partir de la independencia de criterio de quienes lo componen, desde la autonomía de aquellos a los que se les ha encomendado, ni más ni menos, que la interpretación de la ley de leyes, el Constitucional estará en condiciones de prestar el servicio que exige un sistema democrático sano y avanzado y reclaman los ciudadanos.
Los tribunales de garantías constitucionales de los países desarrollados fueron concebidos como árbitros que aseguran el equilibrio institucional, corrigen los abusos de los distintos poderes del Estado, protegen los derechos esenciales de los individuos y ponen coto a los intentos de asaltar las instituciones por parte de otros actores políticos y sociales. Ese fue también el criterio básico desde el que los padres de la Constitución proyectaron en 1978 el papel esencial que debía jugar el TC en la consolidación de la recién estrenada democracia.
En estas cuatro décadas el Constitucional ha atravesado por situaciones difíciles, por preocupantes crisis de credibilidad, a veces provocadas por retrasos no justificados de sus resoluciones, y casi siempre por la escasa atención que sus componentes han prestado a la comunicación y a la pedagogía como útiles herramientas de arraigo y convicción social. Pero sus peores momentos han coincidido con las etapas en las que los intentos de mediatizar el normal funcionamiento de la institución, por parte de gobiernos y partidos, han sido más evidentes.
El proceso de renovación parcial del TC, pactado por PSOE-Unidas Podemos y el PP, ha provocado el desbordamiento del depósito de descrédito, ya rebosante, del alto tribunal
En todo este tiempo, la repetición de estos calamitosos episodios ha menoscabado el prestigio del tribunal, circunstancia esta convenientemente explotada por aquellos que persiguen la destrucción de la nación española y cuya única esperanza pasa por un acelerado debilitamiento de los pilares que sostienen el Estado.
Que el nacionalismo excluyente haya utilizado sistemática e impunemente sus canales de presión, y los medios de comunicación que controla, para deteriorar la imagen del tribunal y de otras instituciones, es una anomalía que ningún otro país de nuestro entorno habría consentido, pero con la que ya se contaba; porque viene de lejos, porque ha formado parte de esa práctica aberrante que en España ha excluido el consenso como método para evitar el chantaje de las minorías; porque es el ordinario peaje que los sucesivos gobiernos han pagado a catalanes y vascos para mantenerse en el poder.
Con lo que no contábamos era con que esa izquierda que venía a regenerar las instituciones haya demostrado unas tragaderas sobrenaturales y que llegara el día en el que fueran los dos grandes partidos nacionales los que asestaran un brutal golpe a la reputación del Constitucional.
Este vergonzoso episodio proporciona a los enemigos de España suplementarios argumentos que van a reforzar la línea de defensa de los golpistas catalanes y la desconfianza de los tribunales internacionales en nuestras instituciones
El reciente proceso de renovación parcial del TC, pactado por PSOE-Unidas Podemos y el PP, ha provocado el desbordamiento del depósito de descrédito, ya rebosante, del alto tribunal, al tiempo que proporciona a los enemigos de España, a los altavoces internacionales del independentismo y a esa izquierda reaccionaria de la que habla Félix Ovejero, suplementarios argumentos que van a reforzar la línea de defensa de los golpistas catalanes y la desconfianza de los tribunales internacionales en nuestras instituciones.
Un Tribunal Constitucional compuesto no por juristas profesionalmente intachables, de limpia trayectoria, sino por los “favoritos” de los partidos políticos encargados de pactar la selección, es un TC cojo, un TC con la auctoritas demediada, y cuya credibilidad se va a ver gravemente afectada cada vez que los magistrados más vinculados al partido político de turno sean objeto de repetidas recusaciones.
La elección de Enrique Arnaldo y Concepción Espejel a propuesta del PP, y de Ramón Sáez e Inmaculada Montalbán por el PSOE-UP, incorpora al ya de por sí nefasto sistema de cuotas otras dos variables que la hacen aún más censurable: el descaro con el que el Ejecutivo ha dejado fuera del proceso al Parlamento, condenado a ejercer el penoso papel de obligado fedatario de las decisiones que otros han tomado, y el desprecio de los negociadores hacia el Tribunal Supremo, cuyos miembros, la élite de la Judicatura, y por lo general mucho más capacitados para acceder al TC que los finalmente elegidos, han quedado excluidos en esta ocasión por los chamarileros de uno y otro partido.
Con este cambio de cromos usados, Casado ha contribuido más que ningún adversario a sembrar dudas sobre su capacidad de liderazgo y el futuro electoral de su partido
Que Pedro Sánchez tiene cuentas pendientes con el Supremo y el Constitucional es algo sabido. Que la concepción del presidente del Gobierno sobre la separación de poderes dista mucho de ser homologable con la que rige en las democracias de nuestro entorno, también era una sospecha que hace tiempo constatan los hechos casi a diario. Sánchez ya no engaña a nadie. La sorpresa ha sido ver a Pablo Casado, al modo y manera del líder socialista, acomodar principios a una praxis que nada tiene que ver con la derecha moderna y liberal que necesita el país.
Con este lamentable cambio de cromos usados, en especial ese en el que aparece Arnaldo, Casado no solo ha traicionado esas convicciones en favor de la independencia de los tribunales tantas veces proclamadas; ha contribuido más que ningún adversario a cuestionar su capacidad de liderazgo y a sembrar dudas sobre el futuro electoral de su partido.
El daño está hecho. El Constitucional ha sido de nuevo la víctima propiciatoria de las ambiciones y la cortedad de miras de nuestros dirigentes políticos. Pero aún queda la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Aún puede ser peor.