Nunca he sido de palomitas en el cine y, por la hora de la sesión, tampoco esta vez me apetecían. Lo cierto es que el plan pedía más un café cargado y aderezado de una importante dosis de glucosa, por aquello de prevenir posibles bajadas de azúcar en caso de que el argumento se fuera amargando en exceso a medida que avanzaba la película.
No era el día del espectador, pero asistí al film como quien acude a la primera cita con su psiquiatra, con escepticismo. Y no me equivocaba. A las 11:40 de la mañana del martes, madrugador como el gordo, el protagonista de la cinta salía a escena sin la fuerza de un miura al ruedo, con referencias a un pasado demasiado lejano en este presente, con la voz gastada por los años, sin aire, sin palabras que sobresalieran por encima de otras. Me encontré en la gran pantalla con el discurso robotizado de un hombre casi nonagenario que me resultó lejano, aburrido, monótono, sin ninguna conexión palpable con la calle del siglo XXl, ni con sus instigadores del hemiciclo que tardaron hasta ocho minutos en aplaudir un discurso soporífero y sin enganche. Un texto leído hasta la última coma, con saltos de párrafos, que rozó la hora y que me permitió pasar la aspiradora, ducharme y hasta volver a conectar, como en esas telenovelas en las que no importa que te saltes algún capítulo para poder seguir con la historia. Tan insufrible era el guión de la escena que hasta el propio Tamames se sorprendía de la extensión de la réplica de su supuesto antagonista: “No se puede estar una hora cuarenta minutos oyendo a la persona todo el tiempo”. Ahí estaba, sin pretenderlo, la mejor sinopsis: si ni siquiera él mismo se tomaba en serio la secuencia ¿cómo lo íbamos a hacer el resto?
Un teatro. Un circo. Un fraude. Una utilización de la cámara baja. Mucho han dicho los políticos y han escrito los críticos, estos días, sobre esa cinta que ya incluso antes del estreno no hacía presagiar nada bueno. No me corresponde a mí entrar en el fondo del nudo, ni otorgar el Goya a mejor o peor papel, a mejor o peor película. No soy experta en cine, sólo soy una ciudadana más, víctima -desde el asiento de la sala- de una tomadura de pelo de dimensiones estratosféricas en la que el censurado termina censurando la moción, como el cazador que resulta cazado por su presa. La izquierda, de campaña y la derecha tratando de coser el roto. Y todo esto, en apenas 24 horas. Porque a las doce y veintiséis minutos del miércoles se ponía fin al esperpento y ya esa misma noche, ni rastro del hemiciclo en una apertura de los informativos marcada, entre otras cosas, por la dimisión de la directora general de la Guardia Civil.
Una tontería de película, de principio a fin, en la que la víctima sale reforzada, el verdugo debilitado y el llamado a ser protagonista reducido a simple convidado de piedra
Así es la política y así es el cine cuando acudes al estreno con cierta reticencia y, al salir, confirmas tus propios recelos; sientes que has pagado de más por la entrada, que has perdido el tiempo que, hasta la ausencia de uno de los actores principales, ha sido casi más pesada que lo que hubiera sido su presencia. Una tontería de película, de principio a fin, en la que la víctima sale reforzada, el verdugo debilitado y el llamado a ser protagonista reducido a simple convidado de piedra.
¿Era necesario todo este paripé con la que está cayendo? ¿No hay otros asuntos más importantes y cruciales a tratar? Claro que los hay y ese es el verdadero problema. Por eso, si algo se merece la moción de esta semana, es el Goya a mejor cinta de ficción. Ni una sola palabra de las que se dijo en el Congreso entre el martes y el miércoles, tuvo la más mínima relación con la realidad a la que nos enfrentamos los españoles día tras día. Todo era tan raro que me pareció de otra galaxia, mientras yo aquí, en el planeta tierra tenía que lidiar, entre otras muchas cosas, con el bote de café soluble a casi siete euros, la cuota mensual del gimnasio cerca de diez euros más cara, el champú cuatro euros por encima de lo que costaba hace un mes; la gasolina, de nuevo, por las nubes y, menos mal, que es primavera -como dicen los grandes almacenes- y ya no hay que tirar de calefacción.
Asistí con estupor, sí, a esta película que, mucho me temo, va a ser la primera de una saga que no terminará -elecciones autonómicas mediante- hasta las generales de finales de año. Nueve meses por delante que dan, cuanto menos, para una trilogía. Quizá estamos ante un remake de La Guerra de las Galaxias y un inminente éxito de taquilla. Yo ahora no lo veo, pero… quién sabe. La política como la vida es impredecible.
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