Opinión

Gracias, vieja

La verdad es que había empezado a escribir sobre Yolanda Díaz, pero a medida que iba avanzando el artículo se me iba llenando de mierda el folio, y ha sido tal la cantidad de tufo a deposición reciente que, aun siendo de una vicepreside

La verdad es que había empezado a escribir sobre Yolanda Díaz, pero a medida que iba avanzando el artículo se me iba llenando de mierda el folio, y ha sido tal la cantidad de tufo a deposición reciente que, aun siendo de una vicepresidenta del Gobierno de España que va de fina por la vida, he tenido que parar, respirar y pensar en otra cosa.  Algunos de ustedes creerán que estoy exagerando, pero les aseguro que por las ranuras de mi inmaculado ordenador se colaban, como hilillos de plastilina que decía Rajoy, algo con el olor y el tacto de la inmundicia, el territorio que esta señora, antes tan naif y chuli, ha elegido para sobrevolar lo escatológico. Su sitio.

Cuando a la simpleza le unes la soberbia, a la soberbia la incultura y a esta la ordinariez, da una señora así, a la que ayer había que explicarle lo que era un ERE y hoy cómo se conforma la Comisión Europea. No, no tenemos por qué respetar las opiniones de una indocumentada que manda a la mierda a aquellos que no somos gente de bien (sic) porque no votamos a una opción tan subsidiaria y trampantojo como la suya.

Lo normal sería que, ya que le pagamos el sueldo, no nos insultara. Pero le falta clase, y le sobran ternezas y carantoñas, todos ellas ejecutadas en lomos y mofletes con el estilo genuinamente choni que le distingue. No se enfade señora Díaz, pero para acumular la clase que usted quiere aparentar cuando se disfraza le hacen falta dos o tres generaciones. Lo siento, pero es así. A la mierda, a la mierda nos manda la vicepresidenta. El día nueve por la noche veremos dónde la han colocado los españoles. Con los resultados de Sumar en la mano mejor no salga del excusado, que la mierda huele menos mientras la puerta está cerrada.

Y como el artículo que empecé no lo pude terminar, encontré la frescura y el aroma que estaba buscando en la memoria del niño que fui y el gozo vivido recientemente tras la décimo quinta Copa de Europa del Real Madrid. Dirán que de Yolanda Díaz al blanco inmaculado de la camiseta madridista hay un salto enorme. Lo acepto. Pero no encuentro otra solución para ventilar el folio y el ambiente que vivimos.

Si fuera por mí, y quizá si fuera por usted, en el caso de que su corazón fuera tan blanco como al que Javier Marías apelaba en momentos de agobio existencial, uno seguiría escribiendo sin parar sobre el Real Madrid, Wembley, la decimoquinta, y esa verdad que no admite equívocos: de todo en la vida podemos cambiar, pero del equipo con el que hiciste la primera colección de cromos no. Imposible.

Como a tantos nos ha pasado, la vida, o la existencia misma que no es exactamente lo mismo, nos hizo creer que estábamos llamados a ser eso, arietes nacidos para el gol capaces de levantar al público de sus gradas

Las compañías cambian, las parejas, los amigos, la profesión, los gustos, manías y rencores, pero ese equipo de fútbol que un día te señaló tu padre como una de las pocas verdades que no te iba a lastimar, eso no cambia. Es más que una religión, porque yo conozco gente ya madura que decidió cambiar de dios, catecismo y rito. Más, desde luego, que cualquier partido político, que no existe uno capaz de convocar a la marea humana que el domingo siguió al autobús del Madrid en la Cibeles y todo el paseo de la Castellana.

Como el fútbol es una gran metáfora de la vida, incluso para los que detestan este deporte que enloquece al más tranquillo de los humanos, hoy es el día en el que conviene recordar a Albert Camus cuando nos dijo lo mucho que aprendió jugando al fútbol. El 22 de enero de 1956 en una conferencia organizada por el Círculo del Progreso de Argel, que el filósofo tituló Llamada a una tregua civil, el premio Nobel dijo: “Después de muchos años, donde el mundo me ha dado muchos espectáculos, lo que finalmente aprendí con mayor seguridad sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al deporte, lo aprendí en el RUA, el equipo de fútbol de la Universidad de Argel.”

El filósofo, un escritor al que deberíamos leer hoy con más insistencia si lo que queremos es desentrañar el lío existencial en el que estamos todos, o casi todos los que transitamos los saludables terrenos de la duda como en busca de la razón ontológica, señaló la práctica del fútbol como escuela para la vida y, sobre todo, como aprendizaje para vivir. Primero fue delantero, pero sus fracasos como ariete le hicieron retroceder posiciones hasta terminar de arquero.  Como a tantos nos ha pasado, la vida, o la existencia misma que no es exactamente lo mismo, nos hizo creer que estábamos llamados a ser eso, arietes nacidos para el gol capaces de levantar al público de sus gradas. Pero no fue así. Pasamos al medio campo, después nos hicieron laterales, y ante la insuficiencia futbolística, el piadoso entrenador nos daba la camiseta de portero; ahí estorbarás menos, debía pensar el míster.

El domingo que viene, y a una semana de la última Copa de Europa, sabremos qué ha votado un país que vive el fútbol con emoción, y siente la política como una oportunidad de votar contra quien te insulta

Desde ahí, como guardián de los tres palos, Camus, como hoy Courtois, Oblak o Ter Stegen, vio la materia en la que los dioses han engañado a los hombres cuando les envía mensajes envueltos con la pasta de la soberbia, el odio, la violencia, la envidia y la trampa. Pero también cuando esa misma materia trae el aire de la amistad, la solidaridad, el honor, la piedad y el encuentro. Para el que quiera y sepa verlo, todo eso está en el fútbol, y todo eso se ve debajo del larguero 7,32 metros. Esa es la enseñanza de Camus. Antes y ahora, en este momento en el que mi equipo debe su última copa de Europa a un defensa que juega de delantero y metió el gol decisivo rodeado de gigantes amarillos y cabeceando desde sus 1,73 metros. Cuando hice la mili, Dani Carvajal formaría al final de la formación, justo en espacio al que los sargentos chusqueros llamaban la calderilla, el olimpo de los bajitos. Carvajal es un futbolista y no un jugador de fútbol. Sus principios lo declaran. Gracias, vieja fue el título de las memorias de Alfredo Di Stéfano escritas por dos grandes del periodismo deportivo, Enrique Ortego y Alfredo Relaño. Vieja, sí, era como llamaba el argentino a la pelota. Como si fuera su madre.

Yolanda Díaz, reina de la derrota

El domingo que viene, y a una semana de la última Copa de Europa, sabremos qué ha votado un país que vive el fútbol con emoción, y siente la política como una oportunidad de votar contra quien te insulta y maltrata más que a quien te defienda y respeta. Es así, qué se le va a hacer. A la urna iré a regañadientes, sin emociones y con un mosqueo tremendo mientras toco el bolsillo de la chaqueta a ver si sigue ahí mi cartera. A las ocho de la tarde veremos quien está de mierda hasta el cuello y ya no podrá esconder su fracaso más tiempo. Yolanda Díaz, de derrota en derrota hasta la derrota final. Muy mal han de estar hechas las encuestas para que la señora no acabe cenando cerillas el domingo por la noche.

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