Mientras el chico Rivera contaba y recontaba sus votos con el ensimismamiento con que un adolescente, en el Metro, repasa las monedas que le permitirán exprimir la noche del sábado, Rafael Nadal, sobre la tierra roja de París, reventaba en cuatro sets a un brillante austriaco llamado Dominic Thiem y alcanzaba glorias nunca holladas por nadie, desconocidas para el ser humano hasta que llegó él.
El eslogan de Rivera durante esta última campaña de recolección de votos (o durante la anterior; son demasiadas y ya no me acuerdo) fue ¡Vamos! Es el mismo que acompaña a Nadal, en las pistas de tenis, desde que era un chiquitín: Vamos, Rafa. Es obvio que no se trata de una coincidencia sino de una apropiación, que a mí me parece moralmente indebida pero que no es reclamable.
Nadal ha conseguido vencer en 12 torneos de Roland Garros. 12. Para encontrar algo lejanamente parecido hay que recurrir a un señor que se llamaba Maxime Décugis y que ganó ocho. Pero eso fue hace más de cien años, cuando imagino que aún no estaba claro si al tenis se jugaba con una raqueta de cuerdas entrecruzadas o con la pala de madera que servía para sacar las hogazas del horno. Décugis salía a la pista con una camisa blanca de vestir arremangada hasta el codo y pantalón largo. Se peinaba con raya al medio del cráneo y con gomina. Su señora esposa, Marie, con la que solía ganar torneos de dobles que están ahí, en las estadísticas de la prehistoria del tenis, corría por la pista con un bonito conjunto de blusa y falda hasta los tobillos. De haber podido ver a Nadal, habrían pensado seguramente que se trataba de un extraterrestre o de la avanzadilla de una invasión visigoda.
Nadal dice cosas nítidas, simples como peñascos. Rivera, no. Rivera es perfectamente capaz de decir hoy una cosa y mañana la contraria
Nadal y Rivera comparten el mismo Vamos, pero hay entre ellos notables diferencias en casi todo lo demás. Al genio de Manacor no le gusta conceder entrevistas porque ya ha comprobado que los reporteros, en la inmensa mayoría de las ocasiones, solo le preguntan tonterías; y él, que se conoce bien, sabe que no es demasiado bueno hablando. Rivera, ya con 26 años, tuvo que ponerse delante de un micrófono para decir unas palabras que no estaban previstas e improvisó un discurso perfecto de veinte minutos. No ha dejado de hacerlo. Tiene una asombrosa inteligencia y una facilidad de palabra que para sí quisieran sus rivales en el Congreso. Habla con la velocidad de una ametralladora MG 42, pero jamás pierde el hilo ni se pisa las palabras, como le pasaba a Manuel Fraga, otro velocista de la oratoria cuyo aparato fonador no era capaz de procesar ordenadamente el tumulto que salía de aquella cabeza.
Nadal, cuando se mete donde le llaman pero sabe que no debería meterse, demuestra una mente y una formación muy sólidas, una profunda humildad y una falta de vanidad casi inexplicable en alguien que ha conseguido triunfos que están por encima de las capacidades humanas. Y dice cosas simples como peñascos: “Deberíamos amarnos como país”. Ahí lo deja.
Rivera, no. Rivera despliega su prodigiosa facundia y es perfectamente capaz de decir hoy una cosa y mañana la contraria sin que nadie se dé cuenta. Rivera no parece haber comprendido que su partido, que está en el medio de algo muy semejante al terrible estrecho de Magallanes, donde chocan dos océanos y a veces tres, está destinado, por su propia conformación, a ser árbitro, bisagra, catalizador o paredro (habría dicho Cortázar) de todos los demás en liza, y que para conseguir eso es indispensable mantener impoluto su prestigio, su independencia, su honestidad moral y sus normas éticas.
No es compatible acusar a Sánchez de gobernar gracias a los secesionistas y hacer todo lo necesario para que gobierne gracias a los secesionistas
Recuerdo el día en que el alemán Hans Dietrich Genscher, líder del Partido Liberal Democrático de su país, se levantó por la mañana siendo ministro de Exteriores del canciller Helmut Schmidt, socialdemócrata, y se acostó por la noche siendo lo mismo, ministro de Exteriores, pero del canciller Helmut Kohl, conservador. Fue en 1982. Genscher había decidido cambiar de pareja en el baile de la política alemana, pero sin que se interrumpiera el vals. Mucha gente se enfadó, pero el líder liberal no perdió un ápice de su prestigio y mantuvo su puesto de ministro de Exteriores diez años más, hasta que se había consumado la unificación de las Alemanias y él cayó enfermo.
En mi opinión, ese debería ser el destino del partido de Rivera. Sumar y no restar. Ayudar a quien crea que debe hacerlo, y no torpedear a otros por el qué dirán. Para eso hace falta algo más que facilidad de palabra: hace falta sentido de Estado, que es lo que tenía Genscher. La misma persona no puede presumir de Manuel Valls y de la confianza del presidente Macron y luego, de noche y en lo más recóndito del jardín, hacer petting con la ultraderecha. La misma persona no puede acusar al taimado Sánchez de gobernar gracias a los secesionistas catalanes y a renglón seguido obstaculizar su investidura (o la de San Pedro bendito: hablo de un concepto, no de un caso) para que Sánchez tenga que seguir gobernando, que ya veremos si lo logra, gracias a los secesionistas catalanes. La misma persona no puede decir un día que jamás gobernará con los neofranquistas, al día siguiente que con los neofranquistas pactará el PP pero nunca él, y al tercero suspirar que bueno, que en fin, pero que la puntita nada más, que soy doncella, como decía la canción de la tuna.
Rivera y su partido perdurarán, como el de Genscher, si demuestran a todo el mundo que para ellos hay cosas que están por encima del poder, de los escaños, del chalaneo de los apoyos mutuos y hasta de los altibajos en las encuestas. Y una de esas cosas es la fortaleza del Estado. Eso se llama grandeza y altura de miras. En momentos como este hay que pensar en la nación mucho más que en tener contentitos a los chulos. Una vez que parece claro que el partido de la Gürtel sobrevivirá a la ira divina y a los papeles de Bárcenas, Rivera, que es un buen tipo, debe decidir de una vez qué dice, para que la gente pueda seguir pensando que este muchacho cree en lo que dice. Y, una vez que eso esté claro, nadie se sorprenderá demasiado si cambia de pareja en mitad del baile. Lo hará convencido de lo que hace. Y al que no le guste, pues qué le vamos a hacer.
Nunca será Nadal, pero al menos sí será Rivera.
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