Soy amigo de Eduardo Zorita Calvo desde que ambos éramos unos niños. Su padre me ha llevado a mí en brazos, y mi padre a él. Compartimos juegos infantiles de cuyo nombre no quiero acordarme. Con el paso de vida, su esfuerzo y su talento han hecho de él uno de los paleoclimatólogos más respetados del mundo: se ocupa de estudiar cómo fue el clima en el pasado. Vive y trabaja en Alemania, y su actitud ante el fenómeno del cambio climático ha sido, durante años, claramente crítica. No a causa de su posición política, que no me interesa ahora en absoluto aunque sé que no es la mía, sino por razones científicas que alguna vez me explicó. El llamado modelo hockey stick (un larguísimo periodo sin apenas variaciones que concluye con una elevación brutal de las temperaturas en los dos últimos siglos, y que gráficamente se parece a un palo de los que se usan para jugar al hockey) estaba, como él me dijo, mal hecho. Y eso, al aplicar el método científico, ponía bajo sospecha todo lo demás.
Volvimos a encontrarnos hace no demasiado tiempo, en una comida familiar. Le pregunté por el asunto y su respuesta fue tajante: “El cambio climático es innegable. No es una teoría: es una evidencia”. Sorprendido, le pregunté por las cosas que dice sobre eso el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Eduardo abrió mucho los ojos, sonrió y casi lo deletreó: “Sobre este asunto, ese señor no dice más que ton-te-rí-as”. Hizo una pausa y remachó: “¡Tonterías!”.
Ni es el único ni parece cansarse de decirlas. Vuelvo a ver a ese mentecato dar un discurso al aire libre, no recuerdo dónde, y decir: “Según los del cambio climático, aquí tenía que haber ahora 21 grados. ¡Pero me estoy helando! ¡Necesitamos más cambio climático!”. Y delante de él, sentados también al aire libre y con aspecto de no tener frío, un montón de cretinos le ríen la gracia. O la supuesta gracia, porque hay que ver la poca que tiene el chistecito.
Ahí está el asunto. Para sostener una mentira, el método más canalla (pero es eficaz) es la risa. Reírse de quien sostiene otra cosa. Intentar desacreditarlo mofándose no de lo que dice, sino de él. Ahora mismo, mientras escribo esto, se está bajando del tren, en la estación madrileña de Chamartín, una muchacha (nada de niña: va a cumplir 17 años) bajita y nerviosa que se llama Greta Thunberg y que se ha convertido, no sé si a su pesar o con su aquiescencia, en uno de los símbolos mundiales en favor de la lucha contra la irresponsabilidad humana frente al cambio climático. Greta viene a la Cumbre del Clima que concluirá en Madrid el día 13.
La respuesta de los irresponsables es siempre la misma: burlarse de ella, de su peculiaridad mental (tiene el síndrome de Asperger, como Leo Messi, Albert Einstein, Keanu Reeves, Steven Spielberg y miles de personas más), de su gesto tirando a ríspido, de su empeño en utilizar solo transportes no contaminantes, de todo lo que encuentran. ¿Por qué hay quien hace eso? Pues porque no tienen otra cosa a la que agarrarse. No pueden desmontar sus ideas, que se basan no en teorías sino en evidencias científicas. La jovencita será más o menos simpática, pero lo que dice es verdad.
Trump ha conseguido algo todavía más espeluznante: politizar el asunto medioambiental, convertirlo en materia de controversia entre partidos
El imbécil de Trump, como muchos más, niega la realidad del cambio climático porque su poder depende, en buena medida, de grandes corporaciones industriales, sobre todo petroleras, que llevan muchas décadas haciendo fabulosos negocios con actividades que son peligrosísimas para el delicado equilibrio que conforma la atmósfera del planeta. Así que cuanto más se tarde en actuar de una forma eficaz contra el cambio del clima, más dinero ganarán. Y emplean ese dinero en convencer a líderes de todo el mundo para que les apoyen. Es uno de los tratos comerciales (de algún modo hay que llamar a la compra de voluntades) más perversos de la historia contemporánea. Uno de ellos, no el primero pero sí uno de los más peligrosos, es este cernícalo de Trump. Que ha conseguido algo todavía más espeluznante: politizar el asunto, convertirlo en materia de controversia entre partidos.
Eso es una barbaridad. Negar el cambio climático es más o menos lo mismo que negar la ley de la gravitación universal, sostener que la tierra es plana o decir que el hombre nunca llegó a la Luna. Es algo que define inmediatamente a quien lo sostiene, y lo encuadra en el grupo humano de los ignorantes, de los pirados, de los conspiranoicos, de los crédulos de baba cayente, de los sacacuartos de Youtube o, por decirlo de una vez, de los que define esa contundente palabra que nació en el Madrid de los primeros años del siglo XIX, y que está en el DRAE con todos los honores: los gilipollas.
Conclusión: el 83% de los españoles tiene clara conciencia del peligro que corre el planeta si no se reducen las emisiones de CO2
España es, por fortuna, uno de los países del mundo cuyos ciudadanos tienen más claro todo esto. Solamente cinco de cada cien españoles se atreven a sostener que el cambio climático no existe. En Nigeria son 21 y en EE UU 16 de cada cien. En nuestro país, otro grupo (trece de cien) piensa que sí existe, pero que no es para tanto como algunos dicen. Bien. Eso entra ya dentro de lo opinable, desde luego a condición de que uno sepa de qué está hablando y haya estudiado el asunto.
Conclusión: el 83% de los españoles tiene clara conciencia del peligro que corre el planeta si no se reducen sustancialmente las emisiones de CO2, el dióxido de carbono indispensable para la vida… y letal si su cantidad se dispara, como está sucediendo, en buena medida, a causa de las emisiones humanas. Por eso es tan sorprendente que haya entre nosotros líderes, y hasta partidos, que niegan la existencia del cambio climático y que hacen de ello un “argumento” de carácter político. No lo es. No lo es en absoluto. Negar el cambio climático no es “de derechas” y reconocer su evidencia no es “de izquierdas”. Eso es un disparate. Plantear las cosas en esos términos tiene también varias definiciones en el DRAE: mentir. Engañar. En fin, tomar a la gente por idiota.
No es un camelo, señor Abascal
Y no lo somos. Al menos un 83% de los españoles, o por mejor decir un 95%, hemos dejado claro que no somos idiotas, ni ignorantes, ni se nos cae la baba, ni nos creemos cualquier bestialidad que se nos diga si viene envuelta en banderas, cánticos patrióticos y mentalidad claramente antisistema, como sucede ahora con el torvo señor Abascal. Que este sujeto, cuyo número de votos está clara y pasajeramente hipertrofiado a causa de la circunstancia política de Cataluña, sostenga que el cambio climático es un “camelo”, como dicen sus escuadristas en las redes sociales, es algo que quizá en su imaginación lo haga epígono de Trump, que ya sería bastante desgracia; pero en realidad lo alinea con los tontos de capirote, con los tontos esféricos o, como dicen en Sevilla, con los “tontos con balcones a la calle”.
Porque si pretende rascar votos negando la realidad, este tipo se ha equivocado de país. Por más que él y su alegre muchachada se empeñen en reírse (asquerosamente) de Greta Thunberg y de todos los que sabemos que dos y dos son cuatro. La carcajada ante un argumento es lo único que le queda al que no tiene ninguna otra cosa.
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