La actualidad manda, pero hace unas semanas se me quedó grabado algo que contó Ignasi Guardans en Twitter. Estas cosas revelan más que las leyes, las declaraciones, las propuestas parlamentarias y los programas políticos, porque muestran cuál es la percepción general de muchos ciudadanos sobre su propio país y sobre el mismo concepto de ciudadanía. El mensaje era el siguiente:
“Cuando un médico de fuera saca una plaza en la Sanidad de los Países Bajos, tiene X meses para aprender holandés. Con apoyo €€ para ello. Pasado ese tiempo, si no demuestra un nivel que le permita interactuar con el paciente, pierde la plaza. Funciona bien”.
Guardans es colaborador habitual en varios programas de la Ser y un representante de eso que antes se solía llamar “nacionalismo moderado” o “catalanismo”, que durante un tiempo fue una corriente en CiU y en el fondo constituye la esencia misma del PSC. Evidentemente, en su tweet mencionaba a los Países Bajos pero se estaba refiriendo a Cataluña. Y lo más interesante es sin duda la elección de las palabras. Dos, en concreto: de fuera.
Guardans está aceptando que un médico extremeño, asturiano, madrileño o vasco es, en Cataluña, un médico de fuera. Y no sólo es un médico de fuera; es, antes que nada, un ciudadano de fuera
No aclara desde dónde llega el médico que saca una plaza en la sanidad holandesa, pero podríamos pensar que tiene que aprender el idioma porque llega desde Italia, desde Polonia, desde Francia o desde España. Pensamos, como es lógico, que el médico de fuera viene de otro país, y no de Utrecht, de Frisia o de Groninga. Cuando emplea el mismo razonamiento al caso del médico que llega a Cataluña, Guardans está aceptando que un médico extremeño, asturiano, madrileño o vasco es, en Cataluña, un médico de fuera. Y no sólo es un médico de fuera; es, antes que nada, un ciudadano de fuera.
Esta idea está en la base del catalanismo, del nacionalismo moderado, del PSC y, no nos engañemos, del PP. Esta idea es la base del régimen del 78, del Estado de las autonomías y de la Constitución. Esta idea implica que en España, en realidad, la única ciudadanía legítima es la de las comunidades autónomas. No hay una ciudadanía común. Por eso un médico madrileño o un profesor asturiano es alguien que viene de fuera cuando decide ir a trabajar a Cataluña, al País Vasco, a Valencia, a Baleares y dentro de poco a muchas otras regiones. Hace tiempo decidimos que todos seríamos de fuera en la mayoría de las regiones de nuestro propio país, y ahí seguimos.
Joan Baldoví, diputado de Compromís en el Congreso, dejó aún más claro en una comparecencia reciente cómo funciona el asunto de la ciudadanía y las lenguas en España:
“Mi madre, que era la persona que más me quería, me enseñó valenciano. Cuando he tenido que salir fuera he tenido que aprender el idioma oficial de cualquier país; de cualquier país. Si una persona está 35 años en un sitio donde hay dos lenguas oficiales creo que si ama a esta tierra que le está dando la posibilidad de tener un empleo, lo mínimo que puede hacer es sacarse el título de otra lengua oficial”.
La ciudadanía común no sirve para nada porque políticos como Baldoví, a quienes sus madres querían mucho, viven para dejar claro al resto de ciudadanos españoles que en sus dominios no les quieren
Baldoví insiste al final del fragmento en la idea principal de su mensaje, el amor: “Si una persona es capaz de estar 35 años impartiendo clases de música puede dedicar un poquito de tiempo, sólo un poquito, a amar a aquella tierra que le ha dado la oportunidad de trabajar 35 años”.
El profesor de fuera debe amar la tierra y debe demostrar que la ama: aprendiendo el idioma regional. El profesor de fuera cree que no es de fuera y que comparte ciudadanía con políticos como Baldoví y con sus alumnos, pero la realidad se impone. La ciudadanía común no sirve para nada porque políticos como Baldoví, a quienes sus madres querían mucho, viven para dejar claro al resto de ciudadanos españoles que en sus dominios no les quieren; salvo que dediquen “un poquito de tiempo” a amar a su tierra particular.
Semanas después de estos dos transparentes mensajes Pere Aragonès dejó unas declaraciones nada sorprendentes en una entrevista a TV3: en sus negociaciones con Pedro Sánchez pactó que el Gobierno no recurriría la prohibición del castellano como lengua vehicular en las escuelas catalanas. Aragonès no dijo nada novedoso; un presidente autonómico que ha continuado la ruta de los presidentes anteriores, incluyendo a uno socialista, dice una obviedad. Pero la obviedad puede negarse, porque restringe una política general a un pacto concreto. Pactó con Sánchez la eliminación del castellano de las aulas, dice; Sánchez lo niega. No hay pruebas que certifiquen la confesión de Aragonés, y Sánchez por tanto queda absuelto. No hay ningún documento en el que se recoja el pacto, y por tanto el castellano no está prohibido en las escuelas catalanas.
El principal responsable de que España desde hace tiempo no sea un país es el único partido político nacional que lleva a España en su nombre
Un periodista de la Ser finaliza la jugada con el movimiento habitual. “¿Pero quién quiere prohibir el castellano en las escuelas catalanas?”, dice José Luis Sastre. El traje nuevo del emperador catalán lo han puesto siempre los socialistas. El principal responsable de que España desde hace tiempo no sea un país es el único partido político nacional que lleva a España en su nombre. Y los periodistas, como los profesores, también deben demostrar que aman a quienes les permiten trabajar.
Europa nos salvará, dicen algunos. Europa exige al Govern que garantice el 25% de clases en castellano, leemos estos días. El 25% es una miseria y Europa no está en condiciones de exigir nada. Pero la opereta debe continuar. Nos espera un futuro de soberanía nacional doblemente diluida. A nivel regional, donde aún serán importantes los símbolos y donde se podrá incluso exigir pruebas de amor a la patria; y a nivel europeo, donde lo importante es el culto a una ficción construida a partir de una razón mecánica e instrumental que no puede contar con los afectos irracionales para generar vínculos reales. Mientras tanto, lo verdaderamente común, que es donde se encuentran lo general y lo particular, continuará siendo desarbolado hasta que ya no quede más que el recuerdo de aquello a lo que hace siglos algunos dieron el nombre de Estado nacional.
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