Opinión

Una guerra civil no armada

Unos caballeros han declarado una guerra civil. No armada, por carencia de instrumentos, no por falta de ganas

Yo propondría que los medios de comunicación de fuera de Cataluña enviaran reporteros para cubrir sucesos en el territorio catalán, igual que se hace cuando hay acontecimientos en algún lugar de Europa o del mundo. No es fácil escribir sobre la mafia siciliana si se vive en Palermo y luego están los hijos, los parientes, la familia, todos aquellos que acabarán pagando por lo que escribas. ¿Se acuerdan de aquel juez que llevo los comienzos del caso Palau y la corrupción de las élites? Se eternizó y cuando alguien le preguntó por qué el asunto no avanzaba advirtió que sus hijos vivían en Barcelona.

Ahora que los reporteros están de capa caída en los diarios españoles, porque las grandes empresas juzgan que son demasiado caros para la nula publicidad que producen, sería una buena ocasión para resucitar la más brillante y fecunda especialidad periodística. Nada de corresponsales, lo que necesitan los lectores son relatores de lo cotidiano. Una estancia de varios días en la Cataluña profunda, llámese Vic, Olot o Berga, incluso tal o cual barrio de Barcelona. Tiene costes mínimos.

En Cataluña pasa lo que a aquel juez de los comienzos del caso Palau, que advirtió que el asunto no avanzaba porque sus hijos vivían en Barcelona

¿Acaso no se hace para los partidos de fútbol? Pues algo parecido sería el relato de la vida cotidiana de un constitucionalista en Solsona. En la mayoría de los casos habría de enfrentarse a la negativa a hablar o cuando menos a su rechazo a ser citado por su nombre, o de la tienda que regenta o lo que piensa en familia con extremo cuidado de que no pase al exterior.

El funcionario que vive y cobra fuera de aquí, sin tener otra experiencia que las derivas informativas o los tertulianos, dirá que exagero. No digamos ya para el independentista convencido de que su mundo es el único mundo existente y lo demás manipulación fascista del españolismo. Viví la experiencia informativa, es un decir, de un Hilario Pino tratando de que los manifestantes de la Diagonal en jornada reivindicativa, con ganas de pelea y de forrarle a hostias, no le quitaran “la alcachofa” al tiempo que le negaban el derecho a informar gritándole “¡Prensa española, manipuladora!”. ¿Creen ustedes que expresó lo que le estaba ocurriendo? Se equivocan. Cual víctima del síndrome de Estocolmo parecía un cristiano con aspiraciones a mártir en el circo de los romanos.

Les importa un carajo que la mayoría ciudadana sean “los otros”. “Ellos” son la exigua mayoría parlamentaria y les basta para declarar una guerra civil contra el adversario. Puedo salir a la calle con el lacito amarillo, protegido por la Generalidad y de exhibición obligatoria para cualquier cargo público, familia incluida, pero se consideraría una provocación que alguien te dijera que en una sociedad de adultos no hay por qué exhibir los juguetes y metértelos por los morros. Como nunca he llevado lacitos ni banderas y ni siquiera tengo equipo de fútbol favorito -me aburre el fútbol; me recuerda un pasado que estos estómagos asentados no conocieron, aquellos tiempos en los que la gente te decía “no me interesa la política, sólo el fútbol”-, puedo afirmar con autoridad que las camisas pardas de la Alemania de otros tiempos no dejarían de ser lo que fueron si se hubieran puesto un lacito color canario. Lo que las define es la violencia contra el adversario.

El llamado ‘procés’ se gestó, casualmente, al tiempo que Jordi Pujol reconocía su condición de estafador patriótico con cuentas en Andorra

Las plumas de ganso y las lenguas de trapo, plumillas y tertulianos, que nos atracan todos los días con sus inventos del TBO -otra antigualla actualizada por el lenguaje de los mandarines- aseguran que estamos ante un problema político. Y como saben que los silogismos no están al alcance de la chusma, añaden que al tratarse de un problema político, primera premisa, debemos alcanzar la solución “políticamente”.

Artur Mas.

Aquí antes que nada hay un problema social, de convivencia; lo político lo han puesto después. Fíjense sino en algunos detalles. El llamado “procés” se gestó entre la convocatoria electoral de Artur Mas, otoño de 2012, y el verano de 2014. Casualmente al mismo tiempo que saltaba el 3 por ciento y que Jordi Pujol, el hombre que convirtió a Cataluña en una Sicilia con mafia pero sin muertos -se mataba de otra manera- reconociera su condición de estafador patriótico con cuentas en Andorra y familia depredadora. ¿Que Pujol fuera un delincuente era un problema político? Para él sí. Lo sorprendente es que consiguiera hacer creer a una sociedad, supuestamente madura, que asumiera sus cuentas con la justicia como un peaje nacionalista.

A todo el que afirma que lo de Cataluña es un problema político hay que devolverle la pregunta: ¿a qué llama usted un problema político? ¿Es político porque afecta a gran parte de la población? Según ese principio los deportes serían el primer problema político de España. Y la estupidez el segundo, compitiendo.

Las camisas pardas de la Alemania de otros tiempos no dejarían de ser lo que fueron si se hubieran puesto un lacito color canario

Unos caballeros han declarado una guerra civil. No armada por carencia de instrumentos, no por falta de ganas. ¿O es que hay que recordar el papel de Trapero y su policía autonómica? Sería como referirse a la inexistencia de un intento de golpe de estado porque no hubo violencia, que en este caso sí hubo. El 23-F de Armada, Milans y Tejero no produjo ningún muerto, ni siquiera heridos, salvo el guardia civil que se dislocó el tobillo al huir por una ventana. ¿Eso lo hizo menos evidente y letal?

Se acabó Rajoy, que sabía de Cataluña, de su sociedad y de sus fuerzas políticas lo que un registrador de la propiedad, acostumbrado a que los tiempos los marcan sus horas de firma. Caso diferente es el de Sánchez, porque sus tiempos no son los de los clientes por estampar la firma, sino los suyos para afirmarse.

Siempre cabe recordar aquella escena en La Moncloa cuando al presidente González le pusieron sobre la mesa el abultado dossier de Jordi Pujol. Tras echarle una ojeada sólo dijo “Gracias” y lo metió en un cajón. Creo conocer algo al personaje Pujol. Que él haya creado un problema no es para hacerle responsable de todo lo que vino después. La responsabilidad, como la culpa, es soltera porque no la quiere nadie, decían las madres antes del LGTBI. Cuando el otro día contemplé admirado cómo presidía una conferencia de notables catalanes, apoyándose en un bastón de tratante de ganado, me recordó al viejo Don Vito y aquella frase de abuelo siciliano: “Yo nunca doy órdenes, sólo consejos”.

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