Si acierta quien dijo que la primera víctima de una guerra era la verdad estamos comprobándolo cada día que pasa. Que nos están ocultando lo que ocurre resulta una evidencia; que nos engañan ocultando los datos más evidentes de la pandemia en aras, aseguran, de no provocar miedo, y que juegan con algo tan sustancial como son nuestras vidas alegando que debemos huir del catastrofismo. Todo eso es cierto, pero no podría hacerse sin la complicidad de los ayudantes del verdugo. Nos engañan para aliviarnos de la pena y eso es tan falso como ellos. Confieso que por principio siento más desprecio hacia el colaborador necesario, el cómplice, que repulsa ante el criminal confeso.
Las estadísticas anónimas de enfermos, de afectados, no digamos ya las de fallecidos están trucadas y suben y bajan por razones que se nos escapan pero que a buen seguro ellos deben conocer, porque son quienes las fabrican. Como se trata de una guerra no declarada y con numerosas víctimas juegan con los sentimientos para ocultarnos la realidad. Y quizá esa realidad no sea otra que el convencimiento de que no saben qué hacer para detener la catástrofe salvo sacar estadísticas, en general comparativas. Estamos mejor que otros, luego no lo hacemos mal, sino magníficamente. Como corresponde a quienes siguen con la letanía de contar con la mejor sanidad del mundo. Se aplaude la incompetencia, no los esfuerzos sanitarios.
Mienten como bellacos y detrás de sus mentiras no ocultan el desprecio con el que nos tratan. No tenemos más fuentes de conocimiento que aquellas que nos regalan con cara de conmiseración, como si sufrieran lo que no sienten y estuvieran más afectados que nosotros, convertidos en víctimas de la suerte. Que nos infectemos o no parece una cuestión de azar que uno debe llevar como un baldón porque nadie precisa por qué nos contagiamos y por qué caen más los viejos y los pobres. No hay previsión alguna que no sea el medieval confinamiento, como si nos enfrentáramos a la peste negra. Ahora la panacea se dice mascarilla, cuando ayer era superflua, y se parte de la base de que somos nosotros mismos los culpables por no seguir con rigor las improvisaciones que se le ocurren al Ministro de Sanidad y a sus anónimos asesores.
“Usted está politizando la lucha frente al coronavirus” es la expresión tapabocas que se utiliza frente a los que preguntan si las cosas se están haciendo correctamente o rematadamente mal
No hay que politizar la pandemia, dicen los únicos autorizados a pontificar, pero si a usted se le ocurre cuestionar si esos caballeros saben de qué va la cosa y tienen alguna idea de cómo afrontar las batallas antes de que se salden en derrotas, entonces aparece la política. “Usted está politizando la lucha frente al coronavirus” es la expresión tapabocas que se utiliza frente a los que preguntan si las cosas se están haciendo correctamente o rematadamente mal. De nuevo volvemos al viejo recurso: la política aparece cuando se cuestiona el Poder, pero ejercer el Poder no tiene nada que ver con la política, sino con el patriotismo y la solidaridad. Llevaba décadas sin oírlo y ahora vuelve, pero al revés; quien se pregunta qué están haciendo es la malévola derecha emboscada, pero quien aprueba lacayunamente lo que le dicen hoy y que no dijeron ayer, esos son la izquierda asumiendo las difíciles tareas del Gobierno. Tiempos curiosos estos, en los que se reprocha hacerse preguntas porque da alas a la extrema derecha. Y lo más maligno es que hay muchos que se lo creen sin necesidad de cobrar de las arcas del Estado, por cándida ignorancia.
En una guerra no declarada hay que inventarse la perversidad del enemigo, en este caso el ignoto coronavirus. Primero se pasó como sobre ascuas por la mortalidad escandalosa de los geriátricos y nadie parecía interesado en saber por qué los viejos estaban recluidos en palacios de mierda subvencionados; por fuera apariencias suntuosas, por dentro precarios servicios sanitarios y sociales. Además, eran muchos, tantos que muchos descubrieron un nicho de votos que antaño usaban las monjitas para sus inclinaciones religiosas. Ya no quedan monjitas y la población senil ha mermado tanto que habría que ir pensando en una asociación o partido de Ancianos Marginados. Entonces veríamos a los líderes políticos dando mítines solidarios a unos abuelos que ya están de vuelta de los embelecos. Serían menos ingenuos que las masas de indignados que aspiran al Poder y disfrutan de los emolumentos de la hacienda pública.
En una guerra de las características de la que estamos viviendo, los enemigos caducan. Llega un momento que la ciudadanía se harta de que la engañen con un solo juguete mortal. Los viejos siguen muriendo y me temo que en mayor proporción que antes, si me es dado decirlo sin que te acusen de enemigo del Gobierno de izquierda, el más de izquierda de la España del siglo XXI, con permiso de Zapatero.
Terminada la Tercera Edad como recurso mediático para simples, ahora toca los Jóvenes. No hacen nada que no llevaran haciendo hace años, hace meses y hasta el supuesto pico de la pandemia, pero su carácter letal es reciente. Los jóvenes, término lo suficientemente laxo para comprender “a todos y a todas” los que no están en la pomada, se han convertido en el foco de atención de la clase política empoderada y sus canales de influencia. Como lo cursi se ha elevado a categoría política sobre lo que no caben bromas ahora hemos de referirnos a los jóvenes “y al ocio nocturno”. ¡Ocio nocturno! ¡Otro hallazgo semántico!
Nos están engañando de tal manera que debemos creernos hasta lo que es imposible. Lo de los jóvenes y el ocio nocturno resulta un buen recurso para fabricarnos un culpable a la altura de nuestra desvergüenza
Ya no se trata de un canuto de maría sino de la capacidad de contagio de millares de jóvenes en una discoteca. ¿Alguien se imagina a los adolescentes, a los que durante años les alimentaron la soberbia de ser joven, tener qué gastar y ganas de pasárselo bien, bailando o eso que se parece a un meneo del cuerpo, usando mascarillas y respetando la distancia de seguridad? O las cierran o los dejan a su aire, lo que manden los que mandan, pero mascarillas y distancias van más allá de la papelina y la farlopa. Ahora bien, si se trata de engañarnos, ¡hale hop!, todos con la tela en la boca y a dos metros de distancia, sin salirse de la línea.
Nos están engañando de tal manera que debemos creernos hasta lo que es imposible. Lo de los jóvenes y el ocio nocturno resulta un buen recurso para fabricarnos un culpable a la altura de nuestra desvergüenza. Ellos contagian a los mayores, a las familias, a su entorno virgen y mártir. ¿Antes no contagiaban? Sí, pero no habían descubierto lo fácil que era.