Desde mediados de 2021, las presiones inflacionistas en Europa y, sobre todo, en EE.UU. dieron lugar a un vivo debate sobre el riesgo de estanflación en las economías avanzadas. El consenso entonces era que el aumento de la inflación se debía a un crecimiento de la demanda agregada, avivada por políticas fiscales y monetarias sin precedentes para hacer frente a la covid-19, muy superior al de la oferta agregada, que se veía lastrada por cuellos de botella y disrupciones en las cadenas mundiales de producción. En la medida que el crecimiento previsto para 2022 de estas economías estaba significativamente por encima de su potencial y que se esperaba una progresiva desaceleración de los precios, como resultado de la retirada de estímulos de demanda y de la normalización de la oferta, la situación parecía estar lejos de un estancamiento de la actividad con persistencia de una inflación elevada o, incluso, creciente. Como escribía hace medio año, tanto en el terreno de la inflación como en el del crecimiento, las autoridades económicas en los países avanzados disponían de un amplio margen de maniobra en términos de políticas y de tiempo, para evitar errores y una estanflación en el futuro.
Lamentablemente, este margen se ha estrechado considerablemente como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania. Las disrupciones causadas por la guerra, las sanciones y el objetivo de reducir la dependencia a muchas exportaciones rusas (bien por seguridad en suministros o por boicots) han dado lugar a uno de los aumentos del precio de petróleo, del gas natural y de las materias primas, en general, más intenso de las últimas décadas. Se trata de una situación que guarda paralelismos con las crisis energéticas de los años setenta y la consiguiente estanflación, caracterizada por una inflación elevada y un bajo crecimiento de la actividad económica o, incluso, recesión.
El nivel de indexación es, en general, menor, de manera que los salarios pueden ser menos sensibles al aumento de la inflación, haciendo menos probable los efectos de segunda ronda, la generación de espirales de precios
Es cierto que la eficiencia energética ha aumentado de forma notable en las últimas décadas, por lo que los efectos de esta perturbación de oferta negativa no tienen que ser los de entonces. También lo es que el nivel de indexación es, en general, menor, de manera que los salarios pueden ser menos sensibles al aumento de la inflación, haciendo menos probable los efectos de segunda ronda, la generación de espirales de precios y la persistencia de la inflación. Además, los bancos centrales son más independientes que entonces (cuando la Reserva Federal se enfrentó al final de Bretton Woods) y guardan la experiencia de aquella época. Por esta razón, las expectativas de inflación a largo plazo han permanecido relativamente bien ancladas.
En principio, un equilibrio posible podría ser que la guerra en Ucrania generase únicamente un cambio de precios relativos, tal que los del petróleo, gas y otras materias primas respecto a otros bienes y servicios quedaran de manera duradera por encima de los niveles de hace un año, sin que ello generase inflación más allá del ajuste inicial. En esta situación, alcanzado ese nuevo equilibrio, al cabo de un año la contribución de esos aumentos de precios a la inflación sería nula, de modo que el crecimiento de los precios sería transitorio y volvería a estabilizarse sobre su nivel de inflación subyacente.
Lo mejor es favorecer soluciones coordinadas y acuerdos (pactos) de rentas que limiten el crecimiento de los salarios y de los precios, en aquellos casos en los que esto sea posible, y den prioridad al mantenimiento del empleo
Sin embargo, para que esto ocurra, la sociedad debe aceptar esos nuevos precios relativos y la pérdida de poder adquisitivo de los países importadores de esas materias primas respecto a los exportadores de estas. El problema es que este equilibrio es difícil de alcanzar en economías descentralizadas, en las que las cadenas de producción no están integradas verticalmente y, por el contrario, requieren de la actividad de muchas empresas (incluso de muchos países) que intervienen en distintas fases, desde los suministros de materias primas hasta los consumidores finales. Esta producción en cascada facilita que en cada fase los agentes económicos, sean trabajadores o empresas, traten de mantener su poder adquisitivo y trasladarlo, en función de su poder de mercado, a los productores o consumidores en la siguiente fase. En estas circunstancias, lo mejor es favorecer soluciones coordinadas y acuerdos (pactos) de rentas que limiten el crecimiento de los salarios y de los precios, en aquellos casos en los que esto sea posible, y den prioridad al mantenimiento del empleo.
En los países con una larga tradición de este tipo de acuerdos nacionales (por ejemplo, los nórdicos y algunos del centro de Europa) o, en el otro extremo, con mercados más competitivos, el riesgo de que las elevadas tasas de inflación se terminen enquistando es más reducido.
En otros, como es el caso de España, veremos si este riesgo se materializa después de más de una década con bajas tasas de inflación. Por lo pronto, la reciente ley de revalorización de pensiones protege las rentas de casi una cuarta parte de la población frente al aumento de la inflación, al menos a corto plazo. Por lo tanto, la pérdida de poder adquisitivo que se evita a los pensionistas deberá ser absorbida por el resto de la población. Pero los sindicatos ya han afirmado que tienen como objetivo trasladar el mecanismo de mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones a los salarios públicos y privados. Su finalidad es mantener el nivel relativo de los salarios respecto al resto de bienes de consumo, incluidos aquellos más afectados por el aumento de las materias primas. Si alcanzan este objetivo, toda la pérdida de poder adquisitivo debería ser soportada por los beneficios de las empresas, y las rentas de propiedad y de autónomos. Algunas empresas y autónomos decidirían reducir su actividad, y otras aumentar sus precios o hacer las dos cosas al mismo tiempo. En términos dinámicos, esto se traduce en un menor crecimiento del PIB (particularmente de la inversión) y del empleo, y en un nuevo aumento de los precios, esta vez causado por los efectos de segunda ronda.
El riesgo es que cuando estos mecanismos se ponen en marcha pueden ocasionar espirales de precios como las vividas en los años 1970 y principios de los 1980. En estas circunstancias, el proceso se detiene cuando las tasas de desempleo aumentan y los tipos de interés de los bancos centrales se incrementan lo suficiente como para cortar esa espiral inflacionista.
Afortunadamente, estamos en condiciones de evitar que esto ocurra o, al menos, que lo haga con la intensidad suficiente como para que 2022 sea un año recesivo, siempre que una escalada de la guerra en Ucrania no lo impida. Dadas los efectos arrastre de las elevadas tasas de crecimiento de finales de 2021 y de principios de 2022, tanto la eurozona como España podrían soportar un par de trimestres con ligeras caídas de PIB trimestral (por ejemplo, de medio punto) y seguir creciendo en el conjunto del año uno o dos puntos por debajo de las previsiones anteriores a la guerra. Si se evitan los efectos de segunda ronda con los acuerdos necesarios, la política monetaria y fiscal pueden tener todavía margen de maniobra suficiente como para sortear escenarios más disruptivos, y contribuir con medidas redistributivas a minimizar el empobrecimiento ocasionado por la guerra de Ucrania. Por el contrario, con una escalada de la guerra, mayores aumentos de las materias primas, y una espiral de precios y salarios, los escenarios de estanflación serán mucho más probables.
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