Dentro de poco más de un mes se cumplirá el segundo aniversario de la guerra de Ucrania. El impacto de esta guerra ha sido enorme. Sus dimensiones han superado los peores pronósticos. Regiones enteras del país están devastadas y han perdido la vida decenas de miles de personas. Esta guerra ha afectado mucho a Occidente por su cercanía. Kiev está a sólo 1.200 km de Berlín y a 1.800 de Bruselas, demasiado cerca como para ignorarlo. Reviste también unas características muy peculiares. No se trata de una guerra civil entre ucranianos, sino de una invasión a gran escala por parte de su vecino. Esta guerra en las mismas puertas de la Unión Europea trajo a la memoria de muchos las guerras de los Balcanes en los años 90, pero, a diferencia de lo que ocurrió entonces, uno de los contendientes es una gran potencia cuyas ambiciones expansionistas ya se veían desde hace tiempo. La invasión fue la guinda final de un pastel que Vladimir Putin venía preparando desde hace tiempo y al que nadie quiso prestar atención.
La de Ucrania ha sacudido al espacio postsoviético, la de Gaza ha vuelto a poner Oriente Próximo al rojo vivo
Pero la de Ucrania no es la única guerra que hay en el mundo. Tampoco la de Gaza. Esas son las que más interés mediático despiertan porque caen cerca de Europa y podrían extenderse complicando aún más las cosas. La de Ucrania ha sacudido al espacio postsoviético, la de Gaza ha vuelto a poner Oriente Próximo al rojo vivo. En ninguna de las dos las negociaciones han funcionado. En Ucrania ni rusos ni ucranianos quieren negociar nada. Los primeros defienden su propio país y no se darán por satisfechos hasta que no repelan la agresión con éxito. Los segundos quieren someter a su vecino e integrarlo como un satélite en su esfera de influencia. Hasta que no consigan eso no se echarán atrás. En Gaza los israelíes no tienen nada que negociar con quienes atentaron en su territorio el 7 de octubre. Se han propuesto acabar con Hamas y expulsarles de la franja de Gaza. Los de Hamás, por su parte, nunca han querido negociar nada con Israel. Aspiran a que ese Estado desaparezca y echar a los judíos al mar.
En esa zona del mundo la esperanza de una paz duradera se extinguió hace años mientras el resto del mundo miraba hacia otro lado. Varios gobiernos árabes han llegado a acuerdos con Israel y la situación de los palestinos en Cisjordania no hace más que empeorar; ya por errores de sus propios líderes, ya por la expansión de los asentamientos israelíes. La solución de los dos Estados que se acordó en Oslo hace 30 años duerme el sueño de los justos y nadie parece por la labor de ponerla de nuevo en marcha. Los problemas en Gaza no han hecho más que empeorar las cosas y hoy un acuerdo de paz definitivo es una quimera inalcanzable.
Buena parte de la culpa la tiene el empeoramiento de las relaciones de Occidente con Rusia y la competencia entre China y Estados Unidos por la hegemonía mundial
La misma diplomacia que ha fracasado en Gaza lo ha hecho también en Ucrania. Cabe preguntarse por qué. El problema no es tanto de los diplomáticos, que aguzan el ingenio para ofrecer compromisos a las partes, sino del modo en el que se ha configurado la geopolítica global. El uso de la fuerza contra el vecino, algo inaceptable para la comunidad internacional hace sólo unos años, hoy se mira con distintos ojos. Buena parte de la culpa la tiene el empeoramiento de las relaciones de Occidente con Rusia y la competencia entre China y Estados Unidos por la hegemonía mundial. Las grandes potencias no se terminan de poner de acuerdo sobre qué medidas tomar y cada una sigue su propia agenda.
La incertidumbre sobre Estados Unidos también influye. El poder de Estados Unidos no está en caída libre como dicen algunos por ahí. No es lo que era hace medio siglo, pero sigue siendo la primera potencia económica y militar del mundo. Su influencia sigue siendo decisiva, aunque no siempre se salgan con la suya. A veces fracasan, tanto antes como ahora. Vietnam no les salió bien, tampoco Irak o Afganistán en la cúspide de su poderío. Pero si EEUU se mete en algo la situación cambia en el acto. Ahí tenemos la ayuda que está prestando a Ucrania sin la cual el país se habría rendido ya. O el apoyo incondicional que está prestando a Israel. Si quieren influir lo hacen y esa actitud es la que marca la diferencia.
El problema son los continuos vaivenes en el seno de la política estadounidense que ponen en entredicho su papel como policía del mundo. Dependiendo de quién ocupe la Casa Blanca, ese policía será más o menos estricto: dejará escapar al ladrón o le disparará en la frente. Lo estamos viendo este mismo año. Si Donald Trump vuelve a la presidencia muchas cosas cambiarán en política exterior. No en Israel, donde seguramente mantenga el apoyo a Netanyahu, pero si en otras partes del mundo como Ucrania. A Trump le complacen los hombres fuertes y desdeña a aliados tradicionales como los de la Unión Europea, a quienes considera débiles y poco comprometidos con su propia defensa.
Esta incertidumbre política dentro de EEUU sumada a la asertividad china y la rebelión contra el orden internacional de los rusos, han creado inestabilidad. Han aparecido incluso una serie de actores menores que insisten en ir por libre como la India, Turquía o los emiratos del golfo Pérsico. Hasta cierto punto, la negativa de estos actores a alinearse detrás de las grandes potencias sirve como una especie de restricción para esas mismas grandes potencias. A Putin o a Xi Jinping seguramente les gustaría crear un bloque antagonista de EEUU como lo fue la Unión Soviética en su momento, pero carecen del peso específico suficiente para conseguirlo.
Los mediadores tienen que contar no sólo con los que se están matando sobre el terreno, sino también con los padrinos externos que ven en esas guerras localizadas una posibilidad de ampliar su esfera de influencia
Esto ha tenido una consecuencia directa. Cada vez que estalla una guerra en algún lugar perdido como el sudeste asiático o el continente africano, las partes en conflicto hoy tienen más lugares a los que acudir en busca de apoyo, dinero y armas. Los mediadores tienen que contar no sólo con los que se están matando sobre el terreno, sino también con los padrinos externos que ven en esas guerras localizadas una posibilidad de ampliar su esfera de influencia.
Porque una guerra, más allá del coste en vidas humanas que supone, implica vencedores y vencidos o, mejor dicho, vencedores que imponen condiciones a los vencidos. De manera que es muy posible que, una vez acabada la guerra, los problemas se cronifiquen porque los vencedores envalentonados por la victoria quieran ir algo más lejos. Ese es el principal riesgo de una hipotética victoria rusa en Ucrania. Seguramente no se queden ahí y se vean tentados de proseguir por Moldavia, Georgia o incluso las repúblicas bálticas. En otras guerras menores puede suceder lo mismo. En la de Nagorno Karabaj después de la victoria azerí es posible que Ilham Aliyev se sienta con fuerza para exigir más cesiones al Gobierno armenio. En la de Etiopía no sería de extrañar que su Gobierno apriete a los eritreos tras sofocar la rebelión en la región del Tigray. Las probabilidades de que ocurra cualquiera de las dos cosas son bajas, pero están ahí y eso provocar malestar e incertidumbre. El hecho es que el principio de no agresión que durante décadas presidió el orden mundial se está resquebrajando, y en eso tiene mucho que ver la actitud de Rusia. Si nada menos que un miembro permanente del consejo de seguridad de la ONU emprende una guerra expansionista, ¿por qué no iban a hacerlo los demás?
Las grandes potencias tienen grandes incentivos para no pelear entre ellas, pero han estallado más guerras localizadas y se han incrementado tensiones en ciertos lugares muy delicados. Ahí tenemos la crisis que ha estallado en el mar Rojo a cuento de la guerra de Gaza. Los hutíes han empezado a atacar barcos mercantes con el apoyo de Irán. Ha hecho falta que EEUU tome cartas en el asunto reclamando una misión internacional para patrullar las aguas del estrecho de Bab el Mandeb. Acaba de bombardear, en comunión con Gran Bretaña, emplazamientos claves de estos terroristas proiraníes.
Derecho de conquista
Esa zona del mundo ya era peligrosa, existía (y existe) una operación en marcha para luchar contra la piratería en el cuerno de África, pero se trataba de simples piratas movidos por el botín. Esta vez es diferente. Los hutíes no buscan tanto el botín (que si pueden también se lo cobran) como desestabilizar la zona y hacer imposible la navegación comercial. Es poco probable que los líderes mundiales, dadas sus divisiones, reconozcan cuán peligrosa se ha vuelto la situación. Sería ideal que insistiesen en la idea de que las fronteras son las que son y no deben cambiar salvo por deseo expreso de sus habitantes, pero de ninguna manera por la fuerza. El derecho de conquista no existe desde hace 80 años y debería seguir siendo así. Pero según, están las cosas, todo lo más que podemos es a salir del paso y evitar que lo malo no se convierta en peor. Con eso ya podemos darnos por satisfechos.
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