Cumplido un mes de la invasión, la guerra en Ucrania prosigue con su estela de muerte y devastación. Todo hace pensar que los dirigentes rusos cometieron un colosal error de cálculo, previendo una campaña rápida que descabezara el régimen ucraniano, contando incluso con el apoyo de parte de la población. En su lugar se han encontrado con la feroz resistencia de todo un país, resuelto a defender su independencia a cualquier precio. La invasión se ha convertido así en una guerra de destrucción sin final previsible, pero costosísima en términos materiales y humanos. Según pasan los días, los invasores compensan sus evidentes dificultades logísticas o su falta de avances con ataques más brutales e indiscriminados, como los que sufre Mariúpol.
Si algo no se presta a la especulación es la tragedia humana a gran escala que comporta la invasión. ‘Es el infierno en la tierra’, decía uno de los habitantes de la ciudad costera. Ahí están para corroborarlo las imágenes de los cientos de miles de refugiados que huyen de la guerra, los edificios de viviendas arrasados por las bombas, o los asedios de ciudades donde hasta hace poco la vida transcurría normal. Pensemos en las decisiones desgarradoras que tantos ucranianos se ven forzados a tomar en estos días: si quedarse o marcharse sin saber en muchos casos adónde, dejando atrás sus hogares, sus trabajos y sus seres queridos. Como Daniel Gascón resume perfectamente, ‘el gran crimen de Putin incluye muchos otros crímenes, como el asesinato masivo y la devastación del país, pero también la destrucción de la vida cotidiana en cada casa’.
A la vista de tantas muertes, no sólo de soldados, sino de civiles de toda edad y condición, parece natural pensar que la guerra es el peor de los males. De lo cual se desprendería, si lo tomamos al pie de la letra, que la única respuesta moralmente aceptable sería detener la guerra sea como sea. Esta fue la posición que vinieron a defender los portavoces de algunos grupos parlamentarios en el pleno sobre la guerra de Ucrania que se celebró en el Congreso de los Diputados. Así lo explicó Pablo Echenique cuando defendió el rechazo incondicional de su formación a la guerra: ‘Para las gentes del ‘no a la guerra’ lo urgente ahora mismo es que deje de haber muertes, que deje de haber sufrimiento, que haya un alto al fuego y que se acabe esta barbarie’.
Es ciertamente sorprendente la súbita conversión al pacifismo de quienes se declaran admiradores de las brigadas internacionales, se emocionan con el Bella ciao o corean el ‘patria o muerte’ castrista
No fue el único, desde luego, pero han sido los dirigentes de Podemos, incluyendo a su antiguo líder, quienes más se han señalado públicamente por defender esa postura con todo el ornato retórico de la grandilocuencia moral. Para que deje de haber muertos y sufrimiento habría que parar la guerra a toda costa y ello implica, entre otras cosas, oponerse frontalmente a que los gobiernos occidentales presten asistencia militar a Ucrania; pues tal cosa no serviría sino para prolongar inútilmente el conflicto, aumentando el sufrimiento de la población, según alegan.
Es ciertamente sorprendente la súbita conversión al pacifismo de quienes se declaran admiradores de las brigadas internacionales, se emocionan con el Bella ciao o corean el ‘patria o muerte’ castrista, cuando no lanzan loas a un reconocido victimario como el Che. Que además se opongan al envío de armas por parte de un gobierno del que forman parte, pero sólo con declaraciones y mensajes en redes sociales, sin que haya habido una sola dimisión como protesta, tampoco dice mucho de la firmeza de esas convicciones. Quien se da aires de superioridad moral se expone a estas cosas, como que te pidan un gesto de coherencia alguna vez.
Pero no siempre es aconsejable juzgar una causa por los motivos espurios de quienes la apoyan y podríamos preguntarnos si tiene algún mérito el argumento humanitario de que hay que parar la guerra del modo que sea para evitar más muertes y sufrimiento. Para lo cual hay que seguir sus consecuencias hasta el final: de aceptarlo, no sólo habría que oponerse a toda clase de asistencia militar en forma de armamento, entrenamiento e inteligencia, sino de todo aquello que pueda sostener el esfuerzo de guerra de Ucrania; más aún, los gobiernos occidentales deberían presionar a la víctima de la agresión para que ceda cuanto sea necesario a las demandas del agresor con tal de terminar la carnicería.
Obviamente, cuanto más débil sea la parte agredida, desprovista hasta del auxilio de aliados y terceros países, más tendrá que ceder y el precio de la paz será la rendición completa. A poco que lo pensemos, ese es el sueño de cualquier invasor; como observó irónicamente Clausewitz, éste siempre se declarará un ‘amante de la paz’, dado que prefiere conseguir sus objetivos sin oposición ni resistencia.
Que la anexión se justificara, por cierto, apelando al derecho a la autodeterminación y a los lazos históricos que unían a la población de los Sudetes con el pueblo alemán hace el paralelismo más inquietante
El lector habrá reconocido esta clase de planteamiento conocido como ‘política de apaciguamiento’. Por lo mismo Michael Walzer, seguramente el filósofo contemporáneo que mejor ha reflexionado sobre la guerra, se refiere a él como ‘el principio de Munich’. La alusión es transparente a la conferencia que tuvo lugar en la capital bávara en 1938, cuando los primeros ministros de Gran Bretaña y Francia accedieron a las demandas de Hitler de anexionar los Sudetes al Reich; en el acuerdo firmado por Chamberlain y Daladier se impuso a los checos la partición del país para garantizar la paz. Que la anexión se justificara, por cierto, apelando al derecho a la autodeterminación y a los lazos históricos que unían a la población de los Sudetes con el pueblo alemán hace el paralelismo más inquietante.
En las actuales circunstancias los partidarios del ‘no a la guerra’ suscriben ese principio del apaciguamiento, según el cual es nuestro deber buscar la paz a cualquier precio, puesto que la guerra es el peor de los males. Rara vez se suele formular de forma tan explícita como hizo un teólogo moral católico, Gerald Vann, quien defendió en un libro titulado War and Morality que puede ser incluso obligación de un gobierno persuadir a la víctima de la agresión para que ceda en sus justos derechos con tal de ‘evitar el mal mayor de un conflicto generalizado’. Lo escribió en 1939 y ya sabemos en qué acabó aquella política de apaciguamiento, porque la injusticia no ahorró la guerra: en primavera Hitler se apoderó de lo que quedaba de Chequia sin disparar un solo tiro y en septiembre invadió Polonia.
Legítima defensa
Cuando se apela al mal menor, la experiencia histórica debería servir de advertencia. Por si ésta no fuera suficiente, el argumento del apaciguamiento es defectuoso por razones de principio. Podría decirse que utiliza la preocupación humanitaria para ofuscar el juicio moral, pues dirige nuestra atención hacia los desastres de la guerra, sin atender a que el mal fundamental está en la agresión que los desencadenó deliberada e injustificadamente. En términos morales, el agresor fuerza a sus víctimas a elegir entre salvar su vida, perdiendo sus derechos, o exponerse a toda clase de peligros y sufrimientos para defenderlos. Ante esa tesitura, denegar a la víctima los medios para defenderse o presionarla para que ceda sin resistencia es tanto como facilitarle las cosas al agresor, colaborando con el mal. Hay que preguntarse qué clase de argumento es el que nos lleva a obviar esa injusticia crucial, oscureciendo la diferencia moral que existe entre quien recurre a la fuerza para defenderse y el invasor que lo obliga a ello; o dejándola en la práctica sin efecto, como hacen nuestros partidarios del ‘no a la guerra’.
Los horrores de la guerra, de los que abomina cualquier persona decente, no pueden servir para ignorar lo que los clásicos llamaban el ius ad bellum, la cuestión moral fundamental de si la guerra se hace por razones justas o injustas; si algo admite poca discusión es que la legítima defensa y la agresión son los casos típicos de una cosa y otra. Por eso hay que recordar en estos momentos que una guerra de agresión es un acto criminal según el Derecho Internacional y la doctrina tradicional de la guerra justa; es el crimen de guerra por antonomasia, por el que fueron juzgados los jerarcas nazis en Núremberg, y así figura en los principales instrumentos jurídicos internacionales, de la Carta de Naciones Unidas a los estatutos del Tribunal Penal Internacional. Como tal, no sólo concierne a la víctima, sino a toda la comunidad internacional, que tiene el deber de socorrer a la parte agredida, pero además cuenta con justificación para emplear la fuerza contra el agresor si fuera necesario.
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