Todo el que sabe de Historia o ha vivido una guerra –militar o comercial– conoce los costes de un conflicto. George Marshall, jefe del Estado Mayor del ejército estadounidense durante la II Guerra Mundial y primer militar en recibir el premio Nobel de la Paz, solía decir que “la mejor forma de ganar una guerra es evitándola”, es decir, fomentando la cooperación y las relaciones comerciales entre los países.
Quizás por eso Trump, que no sabe de Historia ni fue nunca a la guerra –se libró por los pelos de ir a Vietnam– habla a la ligera de un conflicto bélico con Irán o con Corea del Norte y se embarca en guerras comerciales de pésimo pronóstico. Al grito tuitero de “Las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”, ha impuesto aranceles sobre el acero y el aluminio a sus aliados tradicionales, la UE y Canadá, y ha iniciado una peligrosa e inevitable espiral de represalias comerciales.
Peligrosa sabemos que lo es, pero que es inevitable nos lo enseña la Teoría de Juegos, una rama de la Matemática aplicada que modeliza las decisiones estratégicas de los individuos a partir de estructuras de incentivos y del comportamiento de los demás. Surgida en los años cuarenta a partir de los trabajos de John von Neumann, Oskar Morgenstern y John Nash, se popularizó mucho durante la Guerra Fría por sus implicaciones sobre la estrategia militar –al explicar, por ejemplo, como los países que se dotaban de armas nucleares capaces de garantizar la destrucción mutua no tenían a partir de entonces ningún incentivo ni a desmilitarizarse ni a iniciar un conflicto–. Desde entonces la Teoría de Juegos pasó a ser una parte esencial del análisis económico y de otras ciencias en las que los incentivos y las interdependencias estratégicas desempeñan un papel crucial.
Trump cree que el perjuicio económico de Europa y Canadá traerá beneficios. Quizás a él, electoralmente y solo a corto plazo. Pronto comprobará que nadie gana nunca una guerra comercial
Como, por ejemplo, a la hora de explicar una guerra arancelaria. En un mundo globalizado y con una producción desagregada en cadenas de valor mundiales, cuando un país impone un arancel para favorecer la producción nacional no solo está dificultando las exportaciones del resto del mundo, sino que también reduce las opciones para sus consumidores y encarece las materias primas utilizadas por su industria. Como consecuencia, en general las ganancias de producción y empleo de los productores finales son compensadas por las pérdidas de bienestar de los consumidores y las pérdidas de producción y empleo de otros sectores. Así, por ejemplo, una simulación del FMI, realizada hace años sobre una subida arancelaria general de Estados Unidos de un 10 por ciento, concluye que provocaría una caída de un punto del PIB a largo plazo del propio Estados Unidos y de 0,3 puntos del resto del mundo. Aplicado a la situación actual tiene sentido: en un contexto cercano al pleno empleo, los aranceles impuestos por Trump difícilmente incrementarán la contratación en los sectores del acero o del aluminio; por el contrario, perjudicarán la demanda y el empleo de las empresas intensivas en estas importantes materias primas, al encarecer sus costes.
Ahora bien, si un aumento arancelario es perjudicial, ¿por qué deberían la Unión Europea o Canadá imponer represalias en forma de nuevos aranceles? ¿No sería más beneficioso para ellos no hacer nada? Aquí es donde entra el análisis de la Teoría de Juegos. En teoría, considerando estrictamente los costes económicos directos, es verdad: la Unión Europea y Canadá saldrían perjudicados también de una guerra comercial, y más perjudicados que si no reaccionaran. En términos económicos, minimizarían su pérdida aceptando los aranceles y dejando que Trump ganara fácilmente su guerra.
El problema es que en los juegos y los análisis de interdependencias estratégicas no solo hay que tener en cuenta los costes económicos directos, sino también los efectos indirectos dinámicos sobre los incentivos de terceros. Dado un equilibrio generado en un sistema de incentivos, la inacción frente a una ruptura del equilibrio genera incentivos adicionales perversos a replicar el comportamiento por parte de otros agentes. De este modo, medir solo los efectos estáticos a corto plazo infravalora los costes reales.
Cuando un país impone un arancel para favorecer la producción nacional no solo está dificultando las exportaciones del resto del mundo, sino que también reduce las opciones de sus consumidores
Porque eso es precisamente el sistema multilateral de comercio: un equilibrio por el que a nadie le interesa adoptar una estrategia proteccionista, porque sabe que eso autorizaría al resto a aplicarla también. Pero para que esa amenaza sea verdaderamente disuasoria, es preciso que sea creíble: si cuando un país se salta el acuerdo e impone aranceles no es respondido, otros países tendrían incentivos a imponer aranceles esperando asimismo la inacción del resto.
Por este mismo razonamiento, cuando un país de la OPEP aumenta la producción de petróleo los demás le siguen, y por eso la Unión Europea no puede permitir que del Brexit se derive un acuerdo demasiado favorable para el Reino Unido. Es simplemente una cuestión de supervivencia: ningún acuerdo basado en la cooperación puede generar incentivos a la falta de cooperación.
Así pues, la Unión Europea y Canadá están obligados a reaccionar ante la arbitrariedad de la imposición de aranceles por parte de Estados Unidos –a su vez basada seguramente más en cuestiones políticas y electorales que económicas–. No porque a corto plazo sea bueno económicamente para ellos, sino porque no pueden permitirse no hacerlo sin arriesgar la propia estabilidad del sistema multilateral de comercio. Un sistema cuya ruptura podría, a su vez, provocar a medio plazo unos costes económicos mucho mayores. Las medidas unilaterales tienen que tener consecuencias: si sale gratis saltarse las reglas de la OMC, todo el mundo tendrá incentivos a hacerlo.
La UE no puede permitir que del Brexit se derive un acuerdo demasiado favorable para el Reino Unido, porque ningún acuerdo basado en la cooperación puede generar incentivos a la falta de cooperación
De hecho, las represalias por parte de los socios comerciales de Estados Unidos son hoy en día aún más esperables que en los años 30 del siglo pasado, cuando Hoover –otro empresario metido a presidente– decidió, contra el criterio de la comunidad de economistas y empresarios de su país, imponer un incremento medio del 20 por ciento de los aranceles de productos agrícolas e industriales (el Arancel Smoot-Haley), provocando una cadena de represalias que, unidas a la crisis financiera de 1931 y las devaluaciones competitivas, terminaron por agravar aún más la situación económica. Si hay algo que aprendieron los creadores del Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT) de 1947 –precursor de la OMC– es que la vía de la no-cooperación y de las represalias comerciales solo lleva al desastre.
Trump debería aprender de George Marshall, quien, consciente de que una Europa destruida y llena de rencor era el mejor germen de futuros conflictos, dedicó sus esfuerzos a prevenir una nueva guerra. Para ello, propuso un plan de financiación de la reconstrucción europea (el Plan Marshall) que permitiese a los países superar la destrucción de sus infraestructuras e incentivó el comercio con Estados Unidos, sentando además las bases de la posterior cooperación europea. De este modo, buscando el beneficio económico de Europa, se aseguró al mismo tiempo la tranquilidad y el beneficio económico de Estados Unidos.
Por el momento, sin embargo, Trump cree que el perjuicio económico de Europa y Canadá traerá beneficios. Quizás a él, electoralmente y solo a corto plazo. Pero pronto comprobará que nadie gana nunca una guerra comercial, y si los efectos económicos y las sanciones no le hacen recular –como a Bush, también con el acero–, terminarán –como a Hoover– por hacerle caer.
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