Se cumplieron 20 años de la invasión de Irak e hicimos como en el tango, “que veinte años no es nada”, pero hemos de reconocer que aquello fue mucho, por más que luego nos hartáramos de hacer como si no hubiera existido. La memoria, la maldita memoria, se nos va cuando más la necesitamos para prevenirnos de que no escribimos de balde. El 20 de marzo de 2003 tres presidentes se coaligaron para derribar el régimen siniestro de Sadam Huseín. Alegaron que poseía armas de destrucción masiva y así lo proclamó ante las Naciones Unidas el secretario de Estado norteamericano Colin Powell.
Se invadió Irak, arrasaron el país, eliminaron al tirano, provocaron una crisis humanitaria que se tradujo en millones de víctimas y dieron pie al nacimiento de una guerra civil donde emergieron dos organizaciones criminales, el ISIS y Daesh, dedicadas a fomentar el terrorismo islámico. Una aventura geopolítica que fomentó un conflicto cuyos efectos aún permanecen en Irak y el norte de Siria. Las intenciones de los provocadores, que se denominaron “Coalición de la Voluntad”, consistía en instaurar la democracia, algo que Irak no había conocido nunca desde que se inventó el país en 1921, bajo mandato británico.
Una aventura geopolítica que fomentó un conflicto cuyos efectos aún permanecen en Irak y el norte de Siria
Tardaron en reconocerlo pero al final lo hicieron. Todos menos uno admitieron que nunca existieron las armas de destrucción masiva y que la invasión no sólo fue un error sino una catástrofe que en vez de beneficiar a los irakíes los sumió en un desamparo y una barbarie que aún siguen después de que los norteamericanos abandonaran el país arrostrando el desprestigio y la humillación, como igualmente sucedería en Afganistán. De todos se dijo que las intenciones eran buenas pero que los efectos habían sido desastrosos. Sólo José María Aznar se mantuvo en un silencio cubierto de arrogancia cada vez que se le recuerda la hazaña. A Winston Churchill nadie le mentó nunca Gallípoli -su desastrosa iniciativa en la Primera Gran Guerra- después de su victoria frente a los alemanes. No es el caso.
Este exordio de recordatorios muy ajeno a la posmoderna memoria histórica viene a cuento de los informadores, nosotros, periodistas y presuntos analistas. Las guerras modernas nos colocan en los diversos frentes de batalla, ora como patrulla de avanzadilla ora como pontoneros de retaguardia. Si Bertold Brecht hubiera de escribir otra “Madre Coraje”, la que acompañaba a los ejércitos con astucia para mantener su vida y la de los suyos, de seguro que no la imaginaría como cantinera sino como periodista. La invasión de Irak hizo las veces de escenario privilegiado. Grandes mentiras, como las “armas de destrucción masiva” que ocultaban la denuncia sobre un régimen criminal como el de Sadam Hussein y su partido Baaz, de mayoría suní en un país donde la población mantenía creencias chiitas, pero no cabía insistir entonces en eso de la libertad porque “nuestros hijos de perra” -en lenguaje del primer Roosevelt, Teodoro- eran y siguen siendo tan tiranos como él. También pequeñas idioteces con rasgos ideológicos. ¿No se acuerdan de la decisión soberana de la población estadounidense, alentada por los medios de comunicación, de no llamar a las patatas fritas “French Fries” sino “Liberty Fries”? Francia se merecía el desprecio por no sumarse a la “Coalición de la Voluntad” que había invadido Irak.
Hoy todo es humo porque la memoria de los cronistas es ligera y la lleva el viento que levantan las novedades más recientes. Cuando los Estados no desean mantener a la patrulla de periodistas-cantineras se resiente mucho la información internacional. Pocas cosas se han reducido tanto en los grandes medios como los corresponsales en el extranjero. Son caros y dan poco juego en el día a día, ahora que los internacionalistas se han vuelto aldeanos. Si algo llama la atención es la deriva del internacionalismo, de cuño liberal y progresista, hacia lo identitario; pomposo nombre que encubre el pesebre, cuando no la xenofobia. La batalla sobre las identidades tiene mucho que ver con la pelea de egos, donde gana siempre el más asentado y gritón.
Pocas cosas se han reducido tanto en los grandes medios como los corresponsales en el extranjero. Son caros y dan poco juego en el día a día
Eso que damos en llamar estadista suele referirse de manera equívoca a la política internacional, de Estado a Estado, y olvida que lo importante electoralmente está en la parroquia. En España nadie cayó nunca por una política internacional equivocada, ni siquiera Franco que rozó siempre el barranco de sus intereses inmediatos. Adolfo Suárez estaba ayuno en cuestiones exteriores pero ganaba en casa. A Aznar le rompió sus planes una manipulación informativa doméstica, que tenía poco que ver con su participación en la aventura de Irak. ¿Alguien osaría utilizar el caso González después del descubrimiento de la OTAN como señuelo para irse o quedarse? Lo que cuenta en las urnas e incluso fuera de ellas es el terruño, su campo de cultivo. No es raro que la derecha republicana en Norteamérica insista en el “América primero”; ahí tiene un caladero de apoyos tan incontestable como irritado frente a la realidad. Los imperios no se desmoronan porque lleguen los bárbaros; más bien entran en decadencia cuando ya no puede privilegiar a sus ciudadanos frente a los bárbaros.
El viaje de Pedro Sánchez a la China de Xi Jinping no es el de Marco Polo; no descubrirá ninguna novedad que no supiera, ni afectará a sus avatares en España. Ya se encargarán las cantineras-periodistas de ensalzarle con la mirada puesta en su indiscutible arte de ocupar espacio y tiempo. Servirá como aliviadero de las dificultades con las que se encuentra en su aldea, global dicen algunos. Sin embargo nos quedaremos sin enterarnos de lo importante, que siempre es todo lo que no saben o no quieren contar. Hay notables corresponsales, siempre hasta en las épocas más oscuras los hubo, pero ahora han de hacer un papel para el que no dan juego y que no es otro que responder a la exigencia de un poder ansioso de que le den la razón.
Quizá ocurrió siempre pero echo a faltar alguien que no sólo me hable de la maldad congénita de Xi o de Putin sino que me cuente por lo menudo la historia de la niña de Yefrémov, en Tula, al sur de Moscú. Detuvieron a su padre cuando sus maestros descubrieron que a sus 12 años había pintado en el cuaderno un desastre de la guerra en Ucrania. Le han caído dos años de cárcel. Se llama Alexei Moskalev. Eso retrata un régimen, un estado y una sociedad, lo demás son imágenes.
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