Opinión

Habanera tardía

A fines del 92 fuimos a La Habana. Era uno más de los muchos viajes tardíos de tantos como en mi generación creímos a pies juntil

  • Personas paseando por La Habana -

A fines del 92 fuimos a La Habana. Era uno más de los muchos viajes tardíos de tantos como en mi generación creímos a pies juntilla en la penúltima revolución romántica, aquella que bajó de la Sierra a la capital para enfrentarse al régimen infame que había convertido el emporio en un feudo de proxenetas y tahúres bendecido, todo hay que decirlo, por el Imperio del norte. Lo recuerdo ahora ante la crónica del desastre que desde allá nos llega y la imagen de ese superministro descabalgado por la Vieja Guardia del castrismo en la sombra-- dicen que por el propio hermanísimo-- tras el previsible fracaso de unos planes inflacionistas que han rematado hasta lo insufrible la hambruna cubana.

Cuando nosotros fuimos a La Habana las cosas, sin ser tan perdidas, aún se sostenían a duras penas. No había más que abrir los ojos en el histórico hotel para reconocer el aura indeleble de la ruina que los meseros del desayuno trataban inútilmente de disimular excusando en vano la flagrante escasez. No sin trabajo conseguimos el alquiler de un coche que el “compañero” funcionario nos entregó tras encaminarnos a la gasolinera para abastecerlo, el mismo que, a poco de meternos en carretera y tras dos pinchazos seguramente previstos por el “servicio”, nos dejaría tirados camino de Pinar del Río en espera de ser rescatados.

¿Qué había sido de la Revolución, con mayúscula, que nos engañó durante nuestra ingenua juventud con el señuelo de una imaginaria fraternidad?

Ah, La Habana soñada, el esplendor ya cutre de Tropicana, cuyo espectáculo contemplamos acompañados de la vedette del elenco que desde entonces nos “jinetearía” agradecida por los presentes que, por encargo de amigos españoles, le entregaríamos con severo sigilo. Ella y algún alto funcionario municipal nos abrirían a la ilusión de la Bodeguita del Medio antes de que nosotros, hechos ya al terreno, descubriéramos por nuestra cuenta y riesgo los daiquiris a dólar que, en honor de Hemingway, trasegamos en Floridita. Es verdad que imprevistamente y para nuestro entusiasmo surgió en un recodo un conjuntillo maestro en el bolero pero, ay, no lo sería menos la escena de la pareja de ancianos perplejos ante el mostrador de aquella botica vacía cuyos anaqueles reflejaban terciado el reflejo de la luminaria tropical que entraba desde la calle. ¿Qué había sido de la Revolución, con mayúscula, que nos engañó durante nuestra ingenua juventud con el señuelo de una imaginaria fraternidad? Nunca hubiéramos imaginado aquella cena de Navidad en la que nuestros autoinvitados jineteros devoraron lo propio y lo ajeno antes de asomarnos a la Catedral, durante cuyos oficios navideños algunos malencarados, supongo que movidos por puro desacato, paseaban por la ancha nave fumando ostentosamente el vegano de reglamento.

Despertar de la pesadilla

Por más que lo intento no puedo imaginar hoy el paisaje habanero desde cuyas hambrientas y atestadas viviendas se pide hoy ayuda a la ONU y víveres al Programa Mundial de Alimentos. Pero sigo viendo los tipos desdichados, los multicolores “haigas” remendados, los insistentes mendigos disimulados del Malecón, tanto como resuena aún en mi oído el trueno ficticio del cañón colonial que desde el Morro despide el día, en contraste con el lujurioso barroquismo con que en el hotel de Varadero –excluidos rigurosamente los nativos— nos agasajaron al despertar de la pesadilla.

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