Repasemos las fechas.
Hace un año, el 6 y el 7 de septiembre, Puigdemont y los nacionalistas catalanes lograron aprobar, en unos actos de coacción institucional -el historiador Santos Juliá las comparó con un “pronunciamiento”-, las leyes de ruptura de Cataluña con España. Las leyes que entonces el Parlament aprobó ilegalmente -a la venezolana diríamos hoy, o como los nazis en 1933-, atropellando los derechos de los diputados críticos, violentando las normas y las leyes de ese mismo Parlament, fueron, por una parte, la que regulaba la “Transitoriedad jurídica y fundacional de la República Catalana”, y la del “Referéndum de autodeterminación de Cataluña”, convocado para el inmediato 1º de octubre de ese año.
Ante tal coacción contra el Estado constitucional -como señaló la experta en Derecho Internacional, Araceli Mangas, en un informe del Real Instituto Elcano-, el Gobierno de Rajoy no reaccionó. Continuó en actitud dialogante, pero, eso sí, sin utilizar los procedimientos políticos de transparencia y publicidad. En otras palabras, prescindió del debate en las Cámaras parlamentarias, lo que le hubiera permitido obtener apoyo en la opinión pública, y también entre los principales partidos políticos y la mayoría de los gobiernos autonómicos.
Transcurrió un mes, y desmintiendo lo vaticinado por el Gobierno de Rajoy, el referéndum se celebró el 1º de octubre; y no sólo eso, la Generalidad y los partidos que lo organizaron, después de engañar al Gobierno, consiguieron una gran ventaja propagandística internacional al acusar a éste de utilizar métodos represivos contra la población catalana, y que votó ese día.
El 155 se justificó principalmente por las consecuencias económicas. No se puso el énfasis en que la ruptura de Cataluña con España era una monstruosidad propia de otras épocas
Tampoco el Gobierno de Rajoy cambió de actitud. Para desconcierto de los que ya estábamos muy preocupados, el entonces ministro de Justicia llegó a afirmar algo así como que el “referéndum no tendría efectos porque no había votado la mayoría de la población”. ¿Y si hubiera alcanzado la mayoría?
La ilegalidad de su convocatoria dejaba de ser el argumento fundamental. En suma, las leyes, y la misma Constitución, parece que no obligaban a un ministro bastante desorientado con la Norma máxima.
Después se produjo la intervención televisada del Rey Felipe VI, defendiendo, precisamente, el orden constitucional, y el cumplimiento de las leyes. Como consecuencia, se produjo la gran manifestación de Barcelona, y el acuerdo del Gobierno con las fuerzas políticas constitucionales para aplicar el artículo 155 de la Constitución. No obstante, el Gobierno de Rajoy, con la mediación del lehendakari Urkullu, ofreció a Puigdemont prescindir del 155 si renunciaba a seguir con su plan de separarse de España.
Urkullu no tuvo éxito, pero de haberlo tenido, probablemente Puigdemont seguiría hoy como presidente de la Generalidad, y sus responsabilidades en la aprobación de las “leyes de desconexión” de septiembre, y la convocatoria del referéndum de autodeterminación de octubre de 2017, no le hubieran sido exigidas por parte del Gobierno.
La banalidad del Gobierno argumentando con la Constitución contrastaba con la firmeza con la que defendían sus posturas los partidarios de la independencia de Cataluña. Un año después, con otro Gobierno, y con las mismas fuerzas constitucionales, en mi opinión, ese contraste, o esa desigualdad de responsabilidades, sigue igualmente operativa. En cualquier caso, una gran parte de la opinión pública tiene la impresión de que los nacionalistas catalanes, como reconoció hace tiempo Artur Mas, están “engañando al Estado”.
Ha pasado un año. ¿Hay más radicalización en Cataluña? Sabemos lo que pasó, pero lo más grave es que seguimos sin saber lo que puede pasar
¿Hace un año que empezó todo? En septiembre de 2017, efectivamente, los nacionalistas catalanes cruzaron el Rubicón constitucional, pero su plan viene de lejos. Artur Mas, por ejemplo, organizó un consulta referida al “derecho a decidir”, el 9 de noviembre de 2014, con la cobertura de la “sociedad civil”. En esa fecha, 2.236.806 ciudadanos catalanes pudieron votar todo el día, de los cuales el 80 por ciento estuvieron a favor de la independencia, que era el objetivo del llamado “derecho a decidir”. El Gobierno de entonces menospreció la consulta, sin darse cuenta que era un generador de conciencia estatal.
El 27 de octubre, el Senado aprobó el 155. Ni siquiera entonces salieron de la banalidad sus impulsores. No se quiso hacer el debate en la Comisión de Comunidades Autónomas, con intervenciones de sus presidentes -como establece el Reglamento del Senado-, y se optó por un debate mínimo entre partidos o grupos parlamentarios. El 155 se justificó principalmente por las consecuencias económicas y empresariales que sufría Cataluña. No se puso el énfasis en que la ruptura de Cataluña con España era una monstruosidad, propia de otras épocas. Se evitó -o no se pudo- entrar en discusión de fondo sobre los aspectos políticos y culturales de la secesión, algo que los nacionalistas llevan haciéndolo años en positivo. Así se explica la negligente excepción de dejar que los medios informativos públicos catalanes siguiesen actuando como siempre. Y el colmo de la banalidad: en lugar de iniciar una seria actuación moral y democrática en Cataluña, la vigencia del 155 se limitó a una campaña electoral, pues el Gobierno decidió darle fin cuando se constituyese un nuevo gobierno en la Generalitat.
Ha pasado un año. ¿Hay más radicalización en Cataluña? Sabemos lo que pasó, pero no lo que puede pasar.
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