Prácticamente la totalidad de las encuestas publicadas expresan que, alrededor de un 70% de la población española, está en contra de la amnistía para los golpistas del 1 de octubre de 2017. Parece lógico. En primer lugar, esa ley de amnistía como fundamento de la presente legislatura supone un gigantesco fraude electoral respecto de las elecciones del 23 de julio. Es incalificable, además de imposible, que lo que hasta esa fecha era absolutamente inconstitucional por boca, día sí y día también, del propio Gobierno se convierta por mor de los resultados electorales en impecablemente constitucional. No puede ser una cosa y su contraria, todo a la vez. Una ley en la que se suman privilegios, se consagra la impunidad, se quiebra el principio de igualdad y se atenta contra el principio de separación de poderes; en esas condiciones, parece natural que una inmensa mayoría de los españoles se pronuncien en su contra, de forma necesariamente transversal, donde obligadamente se encuentran ciudadanos de derecha y de izquierda.
Los actos terroristas suponen la causación de violaciones graves de derechos humanos, de manera que esa reforma ahora introducida está fuera de todo lugar
El presidente Sánchez, tras un verano donde prácticamente se vetó la utilización del término amnistía, lo anticipó en un comité federal de PSOE el pasado 28 de octubre. Una frase definió todo el panorama por venir: hay que “hacer de la necesidad virtud”, que es tanto como proclamar “todo vale” o “el fin justifica los medios”. Todo por los siete votos que precisaba de Junts para ostentar él la presidencia del gobierno, aún a costa de tener que llevar a cabo tamaño fraude electoral de la mano de un prófugo de la justicia.
Y como se trataba de hacer de la necesidad virtud –así quedó proclamado–, ahora asistimos a una nueva presión de Junts en materia de enmiendas a la ley de amnistía. Nada importa que los letrados de la comisión parlamentaria donde se debate esa proposición de ley hayan advertido de forma terminante que la misma es inconstitucional. Se sigue adelante, y punto. Aunque sea a costa de amnistiar el terrorismo excepto, última enmienda hasta el momento, cuando “de forma manifiesta y con intención directa hayan causado violaciones graves de derechos humanos”. Enmienda incomprensible pues el terrorismo, por definición, causa violaciones graves de derechos humanos. Así viene definido en el art. 573.1 de nuestro código penal: “Se considerarán delito de terrorismo la comisión de cualquier delito grave (…) cuando se llevara a cabo con cualquiera de las siguientes finalidades: 1ª.- subvertir el orden constitucional (…); 2ª.- Alterar gravemente la paz pública”.
Si el delito de terrorismo se define como la comisión de cualquier delito grave, es insólito que se haga mención en esas enmiendas a la amnistía del delito de terrorismo excepto cuando haya causado violaciones graves de derechos humanos. Es insólito y se adentra en una nueva chapuza legislativa que además choca con la directiva europea 2017/541 de lucha contra el terrorismo, que entiende que “los actos terroristas constituyen una de las violaciones más graves de los valores universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y (…) uno de los ataques más graves contra la democracia y el Estado de Derecho”.
Por definición, los actos terroristas suponen la causación de violaciones graves de derechos humanos, de manera que esa reforma ahora introducida está fuera de todo lugar.
Casi más cómodo sería introducir en la ley de amnistía los nombres de los amnistiados, cualquiera que fuera el delito que hubieran cometido. Nos ahorraríamos, al menos, bochornos en forma de enmiendas que son un desatino. Y así hasta el siguiente chantaje del prófugo Puigdemont en forma de dios sabe qué nueva contorsión legislativa. El resultado, en dos meses de gobierno, es que nadie consiga entender nada. Ni esa ley de amnistía con sus enloquecidas enmiendas, ni una clandestina reunión en Ginebra con un verificador internacional (?), de cuyo resultado nada se informa; ni la entrega a Bildu del Ayuntamiento de Pamplona mediante una moción de censura; ni que en una negociación sobre unos decretos ley el resultado, a todas luces escandaloso, sea la delegación de competencias íntegras a Cataluña en materia de inmigración. Nadie en su sano juicio puede entender esas actuaciones.
Todos sabemos que, con esta legislatura, construida sobre un muro de división de la sociedad española, las reformas que precisamos y que requieren del acuerdo de los dos principales partidos, no vendrán
Pero es lo que nos espera cuando se trata de hacer “de la necesidad virtud”. Cuánto mejor sería proclamar que de lo que se trata es justo lo contrario: hacer de la virtud necesidad. Porque todos sabemos que, con esta legislatura, construida sobre un muro de división de la sociedad española, las reformas que precisamos y que requieren del acuerdo de los dos principales partidos –PP y PSOE, que suman el 65% del voto de los españoles y alcanzan 258 diputados–, no vendrán. Así, a modo de ejemplo, las reformas en materia de educación, en materia de una juventud que se está quedando atrás –en que España encabeza el paro juvenil de la Unión Europea–, en una política de viviendas sociales, en cómo recuperar la productividad que vamos perdiendo desde hace largos años, producto de la desindustrialización y de la pérdida de inversión, la reforma en materia hídrica o de agua, que se hace acuciante en tiempos de sequía como el que vivimos, particularmente en Cataluña y Andalucía.
Las reformas, en suma, consistentes en recuperar la ambición de país, de hacer las cosas bien, de que nos podamos mirar los unos a los otros con tranquilidad y respeto, con independencia de que se sea de derecha o de izquierda, de que nos agrupemos en defensa del interés nacional.
Si todo eso no sucede, si las reformas no se hacen, será una decadencia que se abrirá paulatinamente ante nosotros, en el marco de más división, más polarización, más destrozo institucional, mayor pérdida de calidad democrática. Y eso, por siete votos, no merece la pena.
Cuánto más obligado resulta hacer de la virtud necesidad. Y no al revés, que supone un camino al estropicio permanente.
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