Después de 98 días de Estado de alarma, algunos asuntos pasan desapercibidos ante nuestros ojos. Los damos por normales, y no lo son. Desde que comenzó la crisis sanitaria a causa de la expansión del coronavirus, en España se han destruido casi un millón de puestos de trabajo y más de tres millones se ha acogido a expedientes de regulación de empleo, una prestación que muchos aún no han conseguido cobrar.
En la fila para pagar en el supermercado, justo antes de las cajas, un palet sirve de contenedor para que aquel que lo desee, haga su donación para el banco de alimentos. Hay varios paquetes de legumbres, pasta y arroz. También algunas conservas, azúcar y sal. Así lo solicitan los impulsores de la campaña: alimentos no perecederos que sirvan para preparar los dos mil menú que ofrecen semanalmente.
La recogida de alimentos la organiza una asociación turística. A primera vista, me desconcierta. Debo de estar muy lejos de entender el tamaño del hambre que padecen cientos de familias como para dar por hecho que con iniciativas como Caritas basta. En España hay 55 bancos de alimentos, que actúan de forma conjunta para paliar la situación de miles de personas que no tienen con qué alimentar a los suyos.
Aún familiarizados, muchos no conocemos ni llegaremos a conocer el hambre verdadero
El contendor dispuesto en el local está casi lleno. Otros días lo he visto más vacío, quizá con la mitad. Pero siendo ya casi el final de la semana, está al pleno de su capacidad. Vienen a recogerlo los sábados. Con eso comerán otros. De ese paquete de arroz que alguien ha dejado saldrán platos y menús que, de otra forma, los demás no podrían procurarse.
Conocemos el hambre, incluso nos acostumbramos a ella, dice Martín Caparrós en su ensayo publicado por Anagrama. Podemos sentirla, varias veces al día. Sin embargo, y aún familiarizados, muchos no conocemos ni llegaremos a conocer el hambre verdadero. No hablo de los aguijones en el estómago, ni los jugos apretando, me refiero a las historias de quienes trabajan en condiciones muy precarias para paliarla, o la de quienes especulan e intentan hacer negocio.
De pie, ante esa caja llena de paquetes de comida, experimento una sensación desagradable, como de quien acaba de aterrizar en un lugar desconocido y que intenta comprender, a brochazos, algo mucho mayor a sus propias preocupaciones Pienso estas cosas en una fila para pagar. ¿Cuántos pensarán lo mismo mientras esperan su turno para recibir una bolsa de comida? Una puta bolsa de comida. Mi trabajo consiste en contar la realidad y, sin embargo, hoy me siento muy lejos de ella.
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