Fue el pasado miércoles cuando me hice la pregunta que titula este texto. Surgió concretamente a eso de las once y media de la mañana. Es lo que marcaba el reloj de la cocina cuando salí de la ducha y después de secarme y colocarme una toalla blanca para cubrir mi pelo mojado, decidí asomarme al rumor de la actualidad a través de los programas matutinos que en esa franja horaria pelean por llevarse el mayor y mejor trozo del pastel. Lo que me encontré en ese momento en la televisión fue que el canal sintonizado emitía una imagen en directo desde Tailandia, a más de 10.000 kilómetros del punto en el que yo me encontraba y, aun así, a semejante distancia, sentí que sólo la luz que desprendía la secuencia transmitía tal calor que de alguna manera el bochorno se adhería también como una pegatina a mi piel recién lavada.
Un sofoco palpable en el rostro del hombre que en ese minuto acaparaba el protagonismo de la información vestido con camisa azul oscura y pantalón beige, bajando unas escaleras aparentemente tranquilo antes de verse abordado por un enjambre de cámaras ansiosas por grabarle. Era Rodolfo Sancho en el papel más difícil de su vida: el de un padre que sale del juicio en el que su hijo se enfrenta a posible pena de muerte por asesinato. Un hijo al que hace meses disfrutaba en libertad y al que ahora tiene que ver engrilletado de pies y manos. ¿Dónde está el límite de la paternidad? ¿Dónde? ¿Existe acaso?
El actor ha tratado desde que saltó la noticia de mantener la templanza, de mostrarse firme y sobrio ante la presión de los medios de comunicación. Esos mismos medios que han mantenido viva la historia, que le han dado voz a esta familia y también se la han quitado a base de apretar y apretar con preguntas, persecuciones y retransmisiones en directo como esta que describo y que el pasado miércoles me mantuvo con el ojo puesto en la pantalla. Varios minutos estuvieron enfocando a ese hombre, aunque no hiciera nada; aunque no pronunciara nada salvo la palabra respeto; aunque tratara, sin éxito, de dar la espalda a los objetivos mientras aguardaba la llegada de un coche que le devolviera al hotel tras la sesión judicial; aunque se frotará con los dedos el nacimiento de los ojos en un gesto de agotamiento extremo.
Por unos cuantos miles de euros para poder salvar a Daniel y costear el enorme gasto que está suponiendo su defensa en aquel país. Abogados. Traductores. Vuelos. Hoteles. También su vida en prisión. Un pozo sin fondo
Una actitud algo esquiva y escueta con los periodistas que contrastaba con su aparición en un documental grabado para una plataforma y en el que el actor habla en profundidad sobre el caso y sobre su hijo. Y ¿por qué este desnudo emocional ante esas mismas cámaras de las que reniega? Por dinero, confirman sus portavoces. Por unos cuantos miles de euros para poder salvar a Daniel y costear el enorme gasto que está suponiendo su defensa en aquel país. Abogados. Traductores. Vuelos. Hoteles. También su vida en prisión. Un pozo sin fondo. Dudo mucho que haya sido fácil para Rodolfo Sancho tomar esta decisión de tener que vender y airear sus miserias y las de su vástago. Pero, ¿hasta dónde es capaz de llegar un padre por su hijo? ¿Dónde empieza y dónde acaba su obligación? ¿Juzgaríamos a alguien que, ante una situación así, decidiera abandonarlo a su suerte?
Me planteé estas mismas cuestiones después de ver recientemente una película, El secuestro de Daniel Rye, que narra la historia real de un joven fotógrafo danés secuestrado en Siria en 2013 por el Estado Islámico. Un film que relata el horror vivido por el chico, pero -sobre todo- la lucha agónica de su familia por rescatarle de ese infierno haciendo lo imposible para reunir la cantidad exigida por el ISIS a cambio de su liberación. Unos padres y dos hermanas -que podían ser los tuyos, los míos, normales y corrientes- mendigando billetes, hipotecando sus ahorros y sus vidas para salvar la de Daniel. Cuatro personas batallando a solas contra el terror, contra el dolor, abandonados por un país -el propio- con una política de no negociación con terroristas. ¿Dónde quedan los principios cuando es el destino de tu hijo el que está en juego?
"Todos hemos perdido"
Lo cierto es que no me gustaría verme en la piel de ninguna de estas dos familias y mucho menos en la de sus dos protagonistas. Los dos, por cierto, de nombre Daniel. ¿Qué haría yo en su situación? ¿Vendería mi alma al diablo? No lo sé y dudo que alguno de vosotros, vosotras lo sepa. Nadie tiene la respuesta hasta que la vida le sienta y le cuestiona. Así que, recurro a lo dicho estos días por alguien que sí ha tenido que enfrentarse a ese interrogante. Me refiero a la madre de Sancho. Decía ante los micrófonos Silvia Bronchalo tras el inicio del juicio contra su hijo, que “aquí todos hemos perdido”.
Porque nadie gana, todos mueren de alguna forma cuando se dejan hasta los huesos -sea cual sea- la batalla.
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