Opinión

La herencia envenenada de Milei

La segunda vuelta de las elecciones presidenciales argentinas arrojó un resultado que hace sólo seis meses hubiese sido impensable.

La segunda vuelta de las elecciones presidenciales argentinas arrojó un resultado que hace sólo seis meses hubiese sido impensable. Javier Milei, un diputado de Buenos Aires muy conocido por sus intervenciones televisivas, consiguió casi quince millones de votos colocándose once puntos por encima de su adversario, el peronista Sergio Massa. Milei no es un candidato cualquiera. No pertenece a la clase política tradicional. Es diputado desde hace sólo un par de años y ha levantado su mayoría sobre la impugnación a esa misma clase política, a la que se refiere como “casta”. Economista de formación y de convicciones liberales, el grueso de su programa es económico, algo lógico habida cuenta de la profunda crisis económica que atraviesa Argentina desde hace años, antes incluso de que Alberto Fernández, el presidente saliente, tomase posesión del cargo.

En 2019, cuando Fernández llegó a la Casa Rosada, la inflación superaba ya el 50% y un tercio de la población vivía por debajo del umbral de pobreza. Las promesas de Fernández y su vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, fueron poner fin a la crisis con un programa peronista clásico que, a grandes rasgos, se sustanció en subidas de impuestos, asistencialismo y más inflación. Cuatro años después la situación es dramática. La inflación escala hasta casi el 150% y la tasa de pobreza se ha ido por encima del 40%. La inflación es consecuencia directa de la emisión descontrolada de pesos durante años. Ha sido con inflación como el Gobierno ha ido financiando los recurrentes déficits y programas sociales dirigidos a clientelizar a la población.

El problema no ha creado sólo Alberto Fernández, viene de mucho antes. Desde el argentinazo de 2001 el Estado argentino ha regado la economía de subsidios al tiempo que la cerraba a cal y canto aislándola del resto del mundo. El viejo sueño autárquico de Juan Domingo Perón que se ha traducido en precios siempre en ascenso, pobreza y empleo informal.

A pie de calle eso se percibe en que los supermercados ni siquiera muestran los precios porque siempre están cambiando. Esa incertidumbre ha aniquilado la inversión. Los argentinos no arriesgan su capital en un mercado permanentemente en crisis. Las empresas de fuera tampoco entran y entre las que ya estaban muchas deciden hacer las maletas y largarse porque no se fían del Gobierno. Eso ha devastado el mercado laboral. El desempleo oficial no es muy elevado, ronda el 6%, pero casi la mitad de la población activa se emplea en el sector informal, generalmente en trabajos precarios con bajos e inciertos ingresos que no tarda en comerse la inflación.

Esa es la Argentina que fue a votar el domingo. Milei y Massa proponían dos programas económicos antagónicos. El de Massa era continuista, algo normal habida cuenta de que se presentaba siendo ministro de Economía. Era difícil creer a un hombre que prometía resolver los mismos problemas que él había contribuido a crear. Para impulsar su candidatura y tener alguna oportunidad de ganar no se le ocurrió mejor idea que expandir aún más el gasto mediante una serie de quince medidas condensadas en el llamado “Plan Platita” (Plan Dinerito) para comprar votos de indecisos mediante subsidios.

En un país desesperado por una crisis que no se acaba nunca, hablar de cerrar el Banco Central (el emisor de los devaluados pesos) o de recortar gasto superfluo con una motosierra es indiscutiblemente atractivo

El ”Plan Platita” no fue suficiente, el hartazgo es tal que ni entregando dinero Massa consiguió evitar que muchos votantes peronistas se decantasen por Milei. Las promesas de Massa eran demasiado previsibles, en 2019, con una situación no tan apurada como la actual funcionaron, pero ahora no lo han hecho. En eso ha tenido mucho que ver el carácter del oponente. Javier Milei no es un candidato al uso. Los argentinos lo conocen por sus intervenciones en televisión, siempre rodeadas por la polémica, pero de un magnetismo indudable. En un país desesperado por una crisis que no se acaba nunca, hablar de cerrar el Banco Central (el emisor de los devaluados pesos) o de recortar gasto superfluo con una motosierra es indiscutiblemente atractivo, especialmente para los jóvenes, criados al calor de las redes sociales y que perciben al peronismo no como un movimiento político que persigue la justicia social, sino como algo amortizado, antiguo, que ha depredado la economía y les ha condenado a la pobreza y a la falta de expectativas.

A diferencia de lo que sucedió con otros vencedores inesperados como Donald Trump o Jair Bolsonaro, con quienes se suele comparar a Milei, los argentinos han votado en clave económica. El reclamo principal de Milei es reducir notablemente el tamaño del Estado, algo que nunca nadie en Argentina había expresado de forma tan convincente. Cuando Macri ganó las elecciones en 2015 lo hizo también sobre el descontento, pero prometía cambios graduales que terminaron devorándole, ya que no se atrevió a ir al fondo del problema: la incapacidad de la sobreintervenida economía argentina para generar riqueza y mantener a su elefantiásico Estado. Tan pronto como se vio en problemas recurrió a viejas recetas y la crisis, como era de prever, fue a peor. Macri, en definitiva, fue víctima de sus propias dudas.

Para entonces Milei ya se había convertido en un polemista televisivo muy célebre. No dio cuartel a Macri desde los platós de televisión señalando los errores que cometía. Pero no dejaba de ser un comentarista. Un comentarista con una legión de seguidores, cierto, pero un simple comentarista. Un año más tarde se decidió a dar el paso y anunció su candidatura a las elecciones legislativas. Esos discursos incendiarios en televisión que se difundían rápidamente por la red se transformaron en un programa político cuajado de propuestas novedosas y siempre polémicas. Algunas le persiguen desde entonces como la de legalizar la venta de órganos, permitir la tenencia de armas o prohibir el aborto. Pero el corazón de su programa es económico.

Nada más conocer su victoria en las elecciones confirmó su intención de privatizar la YPF, una empresa energética que hasta 2012 pertenecía a la española Repsol y que fue expropiada por Cristina Fernández de Kirchner. Anunció también que pondría en manos privadas la radio y la televisión estatales. En una entrevista aseguró que todo lo que pueda estar en manos del sector privado estará en manos del sector privado. No quiere reformas radicales, sino medidas drásticas que tomará cuanto antes. En las sucesivas declaraciones que ha ido realizando desde el lunes se ha reafirmado en esa idea.

Su proyecto estrella, el de la dolarización, es fácil de enunciar, pero no tan fácil de poner en práctica en un país arrasado por la inflación y con el Banco Central sin reservas en divisas

Para acometer esas reformas necesitará dinero, que es lo que ahora no tiene, dinero de verdad, divisa fuerte, dólares contantes y sonantes que en Argentina sólo entran en grandes cantidades cuando la cosecha de cereales es buena. El sector primario en Argentina ronda el 20% del PIB, emplea a un cuarto de la población y es el responsable de dos tercios de las exportaciones. Una inoportuna sequía como la de este año arruina el presupuesto público porque se hunde la recaudación. Coloca también en números rojos al Banco Central que recibe la orden del Gobierno de cubrir el agujero con pesos de nueva creación. Sin dólares no se puede importar y se forma así un círculo vicioso del que sólo se sale con una buena cosecha.

Los desafíos que tiene por delante son de gran envergadura. El primero de ellos es por dónde empezar. Su proyecto estrella, el de la dolarización, es fácil de enunciar, pero no tan fácil de poner en práctica en un país arrasado por la inflación y con el Banco Central sin reservas en divisas. Puede hacerlo a las bravas, pero eso ocasionaría una gran contracción ya que el mercado de dinero se secaría de un día para otro. El segundo problema, algo que le acompañará durante todo el mandato es su debilidad parlamentaria. Carece de un partido propiamente dicho y de cuadros conocedores de las entrañas del Estado a quienes ubicar en los puestos clave.

Esto le obliga a tirar de lo que tiene a mano, de su predecesor Mauricio Macri a quien tanto criticaba hace unos años. Macri si tiene un partido, suficientes diputados y senadores y cuadros técnicos de sobra. Tiene también algo muy valioso para presidir un país: experiencia de primera mano. Macri intentó en su momento acometer una serie de reformas, pero o no pudo o no quiso hacerlo. Sea una cosa o la otra, que lo desconozco, el hecho es que pudo ver de cerca al monstruo, escuchar su respiración y adivinar por donde meterle mano. Milei necesita apoyarse en los equipos de Macri y parece que lo está haciendo. Hasta el día 10 de diciembre, fecha en la que jurará el cargo ante el Congreso, no sabremos quien compondrá su Gobierno, pero no sería extraño encontrarse antiguos altos cargos de la era Macri.

Recetas salvadoras

Si consigue cerrar una alianza con el entorno de Macri ha de extenderse a las cámaras. El partido de Milei, La Libertad Avanza, posee sólo 39 de los 257 escaños de la Cámara de Diputados y ocho de los 72 escaños del Senado. Esa debilidad tendrá que compensarla cediendo espacio a los que fueron sus rivales en la primera vuelta. Es paradójico, pero necesitará la ayuda de la “casta” política a la demonizaba si quiere poner en marcha sus reformas que no son reformas baladíes, se trata de una terapia de shock que, de primeras, agudizará la crisis. Quienes le han votado deben asumirlo. Milei no tiene una varita mágica, tan sólo una serie de recetas que, aplicadas en un periodo más o menos largo de tiempo, sacarán a Argentina del marasmo y el estancamiento en el que se encuentra desde hace décadas. La clave está en seleccionar cuidadosamente esas recetas (ya que todas no entrarán en un solo mandato) y elegir el orden en el que se sirven. Resistencias va a encontrar muchas, pero una oportunidad como esta Argentina no se la va a encontrar en mucho tiempo, quizá nunca más.

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