Nos faltan los detalles. Sólo sabemos que se han ido muriendo entre el silencio y el miedo, de un día para otro, gente mayor, con achaques y que se fueron dejando apenas una estela a modo de recordatorio. En una época fueron amigos muy queridos, pero la vejez se distingue por la querencia al aislamiento, un tiempo en que cada cual ha de soportar lo suyo y se está más por la labor de contar historias que de escucharlas. A los demás, los que compartimos momentos que marcaron su vida y la nuestra, nos queda un dolor extraño, como si empezáramos a despedirnos de algo que queda muy lejos y que de pronto aparece vívido, como si hubiera sucedido ayer. Me gustaría saber cómo murió Enrique Múgica y Antonio Ferres y Luis Sepúlveda e Iris Zavala. Contar por lo menudo, sin estridencias, cómo les pilló el coronavirus, si la agonía fue larga o breve. Medir el sufrimiento de un amigo al que no volveremos a ver más es el último gesto solidario hacia aquellos momentos del pasado que compartimos. Pero nos faltan los detalles.
Ejercemos de cronistas de un tiempo amenazado por la ruina del olvido. ¿Quién recordará a Iris Zavala recién fallecida por esa peste del siglo XXI? Sus trabajos académicos sobre literatura, su experiencia de puertorriqueña entre los dos mundos, el latino y el anglosajón, su pasión literaria que abarcaba desde el conocimiento personal de Juan Ramón Jiménez -exiliado en San Juan y maestro de poesía atenuado por su carácter intemperante- hasta el Cortázar que pasaba del barroquismo de Rayuela al ingenuo militantismo de su última época. Quizá el lento oscurecerse de Iris Zavala empezó en la Barcelona que con ella culturizó el bolero; sin su ritmo y su enseñanza Manolo Vázquez Montalbán no hubiera pasado de la copla. Murió en Madrid tras su último exilio, el de una Cataluña que se había vuelto xenófoba y agresiva.
Nada que ver con la figura de Luis Sepúlveda, el chileno que escribía novelas de amor que llegó a España con muchas experiencias y un manuscrito. Encarcelado y torturado apenas adolescente por el macabro Pinochet recaló en Gijón, en Asturias, tras recorrer media Europa ejerciendo los oficios más variopintos, los de la supervivencia. Dejó en un apartado de correos un libro para premio tan singular como Tigre Juan, que concedían un puñado de letraheridos en Oviedo, y por eso de que los milagros existen aunque no haya dioses lo publicaron y, valiéndose de sus magníficas artes para las amistades, consiguió editarlo en italiano y hete aquí que el libro ninguneado en castellano se convirtió en éxito traducido. Prodigios de la edición española. Del italiano lo rescató Beatriz de Moura “Tusquets”, que ni siquiera sabía del premio Tigre Juan, y entre unos y otros lograron lo imposible, una bella narración que recorrió el mundo: “Un viejo que leía novelas de amor”. Como no estaba en el canon de los mandarines de la cultura, se acogió en Asturias y allí acaba de morir.
Antonio Ferres tenía noventa y muchos años y con él desaparece el último superviviente de la literatura española de los años 60
Antonio Ferres tenía noventa y muchos años y con él desaparece el último superviviente de la literatura española de los años 60. Lo que no había logrado ni el franquismo, ni la represión, ni la pobreza ni la mala vida lo consiguió el coronavirus. Resulta patético tener que escribir sobre un hombre ninguneado, tanto como su generación, al que apenas nadie conoce. No queda quien le recuerde, pero fue un icono de los novelistas que lucharon en primer lugar contra la dictadura, luego contra la censura, también contra los críticos serviles y por último contra el tiempo que le tocó vivir. Basta decir que aquella generación de radicales, en la mayoría de los casos militantes del clandestino Partido Comunista, hubieron de buscar un modo de vivir en los Estados Unidos o Canadá. Un canallita, crítico adulador y lacayuno del entorno de Juan Luis Cebrián, primero en Informaciones y luego en El País, tuvo el dudoso honor de bautizar a aquella generación de realistas militantes como “de la berza”, por su compromiso con una sociedad que emergía tras dos décadas de silencio.
Y como “generación de la berza” se quedó en esa misérrima historia de la literatura española que soportó el oprobio y acabó viviendo de lo que caía, ya fuera la publicidad, las universidades extranjeras o los oficios insólitos. Ingente fue la obra de Antonio Ferres, prosista incansable desde que publicara en el filo de los sesenta sus dos obras más representativas, La piqueta y Caminando por las Hurdes, que pergeñó con su amigo, colega y compañero de militancias Armando López Salinas.
Una generación que nació, a la vez, a la vida, entre la literatura y la política, y mezcló en ambas hasta la cárcel, el exilio y la soledad de los cafés con clientes de café con leche. En este punto cabe el último amigo al que homenajear, Enrique Múgica Herzog. Frente a lo que la gente pueda creer de quien sería ministro de Justicia y Defensor del pueblo, Enrique Múgica se inició como poeta y militante antifranquista a mediados de los años cincuenta. Seguía la estela de su paisano Gabriel Celaya, guipuzcoano de familia asentada, ingeniero, de nombre civil Rafael Múgica porque estaba mal visto el oficio de poeta; lo de Gabriel Celaya no era más que una licencia. Enrique Múgica Herzog, sionista militante, antifranquista desde el uso de razón, representa a una generación temeraria, si bien escasa. Su caso, insólito en los anales no escritos del antifranquismo, fue tan inusual como es ingresar en el Partido Socialista desde las filas comunistas y hacerlo en lugar tan poco idóneo como el penal de Burgos. Es difícil para una generación de radicales empleados del Estado asimilar lo que de suicida tuvo el ingreso de Múgica en aquel PSOE donde no existían aún los González ni los Guerra sino sólo Rodolfo Llopis, Nicolás Redondo y el abogado alavés Antonio Amat, homosexual emboscado, como no podía ser menos en aquella España de curas pederastas y patriotas de bragueta.
Siempre consideré a Enrique Múgica, a su fidelidad en la amistad, uno de los especímenes raros en el mundo político. Con él sé que desaparecen las creencias firmes y los amigos antiguos. Ya no queda nada de lo que fue antaño, y la hermandad entre la amistad y las opiniones políticas se cubre de una neblina que va haciendo desaparecer el sentimiento de que uno peleaba por un mundo mejor y diferente, hasta que descubrimos que ni era mejor ni menos aún diferente. En este caso nos sobran los detalles.
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