El dios griego de la medicina se llamaba Asclepio. Cuenta la mitología que podía curar cualquier enfermedad y hasta resucitar a los muertos. Se le representaba siempre con un bastón que llevaba enroscada una serpiente, que por su naturaleza representa la posibilidad de rejuvenecer -por la muda de su piel- y de la curación -porque su veneno se puede usar como antídoto-. Por eso todavía hoy el bastón de Asclepio con su serpiente enroscada es el símbolo de la medicina que vemos en ambulancias y hospitales.
Miles de griegos peregrinaban al santuario de Epidauro en honor a Asclepio para ser curados. Allí había todo un sanatorio privado, porque quienes visitaban el lugar pagaban por ello. Era, claro está, una curación que entremezclaba lo espiritual y lo religioso con los sueños reparadores como principal herramienta. La realidad siempre es menos épica que la leyenda. En el siglo V antes de Cristo llegó el trabajo de Hipócrates, padre de la medicina moderna, que se centró en la ciencia y aparcó la superchería.
Hoy los médicos siguen firmando el célebre juramento hipocrático, si bien adaptado a la actualidad. En la última versión, la Declaración de Ginebra que se actualizó en Chicago en 2017, el médico se compromete a "dedicar mi vida al servicio de la humanidad". Es relevante que tanto en el texto originario de Hipócrates como en sus trasuntos actuales se menciona el secreto médico. Los sanitarios guardarán silencio sobre lo que han visto.
La mirada de los médicos siempre está y estará herida. Porque en demasiadas ocasiones ven y guardan cosas que los demás no querríamos visualizar y menos aún almacenar en nuestras cómodas memorias. En ese silencio está la verdad sobre las enfermedades o las pandemias
Así, la mirada de los médicos siempre está y estará herida. Porque en demasiadas ocasiones ven y guardan cosas que los demás no querríamos visualizar y menos aún almacenar en nuestras cómodas memorias. En ese silencio está la verdad sobre las enfermedades o las pandemias. Quiero decir que son ellos, los profesionales sanitarios a los que aplaudimos a las ocho, quienes conocen realmente qué es y cómo actúa el coronavirus que ha matado a más de 26.000 ciudadanos.
El peso de lo que han visto en primera persona les acompañará durante mucho tiempo. El temor, la angustia y el sufrimiento de toda esta tragedia confluyen en sus mentes. Los expertos ya señalan que dolencias psicológicas como el estrés postraumático e incluso la depresión van a cebarse con ellos. Un estudio del Hospital General de Valencia señala que el 70% de los profesionales de la medicina tienen miedo de lo que puedan sentir una vez pasada esta crisis.
Cuando todo esto acabe -esa expresión tan repetida como incierta- y lleguemos a lo que llamamos "nueva normalidad", nuestra obligación es cuidar a los que nos cuidan
Cuando todo esto acabe -esa expresión tan repetida como incierta- y lleguemos a lo que llamamos "nueva normalidad", nuestra obligación es cuidar a los que nos cuidan. Que los aplausos colectivos estén languideciendo no quiere decir, ni mucho menos, que los enclaustrados nos hayamos olvidado ya de ellos. Es verdad que algunos les restan mérito, dicen que "sólo hacen su trabajo" y abominan por ello de tacharlos de aplaudirles. Todo el mundo tiene derecho a equivocarse.
Pensé en Asclepio, Hipócrates y todo esto en este quincuagésimo sexto día de confinamiento. ¿Por qué? Tal vez porque los pensamientos son más perturbadores cuando la muerte, que siempre acecha, golpea cerca. De tanto pensar, en estos días extraños hemos aprendido unas cuantas cosas que no sabíamos. Algunas sobre nuestra sociedad -tan posmoderna, tan individualista, tan ayuna de cualquier ilusión colectiva- y otras cuantas sobre nosotros mismos. Quizás la enseñanza primordial es que nuestros héroes llevan bata.