La desintegración americana del Imperio español en el siglo XIX supuso la fragmentación de su territorio en una veintena de pequeños y medianos Estados, ruptura de la que todavía hoy nos dolemos. Y no por cuestiones sentimentales —que puede haberlas—, sino por la dominación que desde entonces han sufrido las naciones hispanas, debilitadas por su propia división. Las Malvinas, la creación de Panamá o la conquista estadounidense del 55% del territorio mexicano en 1848 son ejemplos de su cara más visible, pero no es la única ni la más profunda.
La subordinación, que continúa hoy —quizás atenuada en apariencia por la mentalidad del turista que se piensa cosmopolita, y que tan útil resulta a los intereses de las potencias dominantes—, puede verse en la dependencia de nuestras economías, de nuestros planes de estudio y vida académica, de la forma de vernos a nosotros mismos en el mundo, e incluso de nuestra vida política, a menudo orientada desde Washington: ya sea mediante golpes de Estado, como el de Pinochet en Chile, o con extorsiones, como la utilizada para forzar la entrada de España en la OTAN bajo amenaza de promover el separatismo canario.
En lo que promete traer consigo el siglo XXI, no parece que esta larga y penosa situación de las naciones hispanas vaya a disminuir. Es muy probable que empeore ante un acontecimiento de repercusiones aún inciertas: la expansión de las grandes potencias por el sistema solar. No se engañen, la humanidad puede ser un concepto antropológico bellísimo, pero políticamente no es real. No será ésta la que se aventure en el espacio, sino los Estados, y quién sabe si grandes corporaciones privadas. ¿Qué papel tendrán nuestros veinte países en la exploración y la extracción de recursos a nivel extraplanetario? ¿Tendrán acaso alguno, salvo la aportación de mano de obra o la fabricación barata de bienes de equipo? ¿Haremos algo más que enviar mineros, técnicos y científicos a operar bajo otra bandera o en nómina de una empresa concesionaria extranjera? Cuando toque repartir los desiguales beneficios de esa expansión espacial, ¿qué quedará para las naciones hispanas, divididas frente a otras mucho más poderosas que tratarán de acaparar el botín? Poco, muy poco, y ello redundará en la desigualdad y la subordinación que padecemos.
Sale mucho más barato agitar con fantasmas que resolver los problemas crónicos de nuestras sociedades, arrastrados desde que las glorificadas independencias trajeron consigo la atomización y la debilidad
Las élites hispanas —a las que podemos añadir las brasileñas y las portuguesas—, conscientes de su postración y satisfechas jugando a ser cabezas de ratón, se limitan a acrecentar su ego y sus bolsillos, a crear y avivar enfrentamientos estériles entre nuestros países, sin atreverse con quienes realmente tienen cuentas pendientes. La exigencia de disculpas de López Obrador y Claudia Sheinbaum por la Conquista, más allá del falseamiento de la historia, es el último ejemplo práctico de que sale mucho más barato agitar con fantasmas que resolver los problemas crónicos de nuestras sociedades, arrastrados desde que las glorificadas independencias trajeron consigo la atomización y la debilidad.
Cada vez con mayor urgencia, nos encontramos ante una disyuntiva: continuar siendo naciones de segundo o tercer orden dominadas por grandes potencias, o dar el paso y constituirnos en una. Si queremos salir al espacio como algo más que peones de otros, debemos hacerlo unidos. No será fácil, pues además de los palos en las ruedas que nos pondrán en su propio beneficio, la leyenda negra sigue logrando su objetivo frente a la Hispanidad doscientos años después del comienzo de la ruptura, tan incrustada como está en las mentes de nuestras poblaciones. Con todo, la recompensa bien valdría el esfuerzo.
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