Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura de unos pocos que destrozaron la convivencia durante años, era el siglo de la razón de los que soportaron con paciencia el racismo constante de los que, como Marta Ferrusola, no dejaban jugar a sus hijos en el parque con ningún niño que hablara español, no fuera a ser que les contagiaran la lepra de la libertad. Era la edad de la fe en que todo ese odio se resolviera de buena manera algún día, era la edad de la incredulidad ante la cobardía y los tejemanejes de los políticos nacionales que debiendo defender la unidad de la Nación, no lo hicieron. Pero también era la época de la luz de una selección de futbol con jugadores tan jóvenes que aún siendo catalanes no tenían recuerdos de las marchas supremacistas de oscuras antorchas encendidas de rabia con las que los enajenados pretendían amedrentarnos a todos. Era la época de las tinieblas del coche en el que Marta Rovira, nieta del alcalde franquista de pueblo, hija de un poder impuesto en el que pretende perpetuarse, aquella que obligó a Puigdemont a declarar la independencia con sus lloriqueos constantes y su histerismo insoportable, volvió de sus vacaciones suizas dispuesta a hundirnos de nuevo en el agujero negro de su resentimiento.
Las banderas españolas colgadas como capas
Era la primavera de la esperanza de la España real congregada en las plazas abarrotadas de Barcelona, Lérida, Badalona, Sabadell y tantas otras ciudades y pueblos catalanes en las que se instalaron las pantallas para ver el partido final de la Eurocopa, cuando jóvenes sin complejos que se lanzaron a las calles con sus banderas españolas pintadas en las mejillas tersas y colgadas como capas por la espalda, dando a sus padres una involuntaria lección en como ser libres ignorando el miedo a la minoría que nos oprime a todos, quisieron vivir juntos el España-Inglaterra, porque todos sabemos que entre los nuestros, las alegrías se multiplican y las penas se dividen. Era el invierno de la desesperación de una Marta Rovira sola bajo un sol infernal en la plaza de Vic sin nadie que la recibiera, posando para la foto con la sonrisa tensa de quien viene a fastidiarnos a todos pero principalmente a los suyos, con su lista de agravios y de exigencias bien a la vista a la que añadir una nueva herida, la de la indiferencia gélida y general de los catalanes.
Íbamos directos al Cielo subidos a las alas de una selección de jugadores de todas las edades y procedencias que comparten lo fundamental, su pertenencia a esta vieja nación que es la nuestra
Lo teníamos todo, la noche de verano, los amigos, la victoria, la juventud, los cláxones sonando en las calles desiertas de la madrugada y los cantos de yo soy español, español, español colándose por los balcones abiertos que aún guardaban el siniestro recuerdo de las caceroladas totalitarias, música en los oídos de los adultos insomnes, que con una mezcla de envidia y cierta agridulce melancolía, querrían volver a tener dieciocho años para robarle a alguien un beso aprovechando el gol de Mikel Oyarzábal con el que nos proclamábamos todos campeones. No teníamos nada, con un Sánchez enredado en su ciénaga de corrupciones y dispuesto a vendernos al supremacismo por unos cuantos meses más de Falcon e impunidad culpable. Íbamos directos al Cielo subidos a las alas de una selección de jugadores de todas las edades y procedencias que comparten lo fundamental, su pertenencia a esta vieja nación que es la nuestra, chavales y hombres hechos que nos transmitían su buena relación, su frescura, su falta de complejos, su excelencia deportiva. Si ellos están unidos, si nosotros llenamos las plazas y nos juntamos en las casas para verlos, si nos reímos con los mismos memes mil veces compartidos, si nos aprendemos las canciones en honor a nuestros héroes nada más escucharlas, si sabemos, solo por las coletitas y la dulzura de su escorzo de quė jugador es hija esa niña que se abraza a su padre en el césped feliz de la celebración, no se entiende por qué, si todo nos une, tenemos que soportar en Cataluña que unos pocos nos impongan la permanente obligación de separarnos.
Nos íbamos de cabeza al infierno de una negociación espúrea en la que todos esos lazos se iban a romper por la culpable irresponsabilidad de unos pocos. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que las más notables autoridades están de acuerdo en que, para bien y para mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo. Historia de dos Cataluñas. Yo formo parte de la de aquellos que querrían haber ido en el último coche que quedara en la noche celebrando la victoria de nuestro país. Con el verano y la vida por delante.
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