Opinión

Historia de dos países

La España politizada, la de la opinión publicada, el Twitter, los editoriales y las tertulias, cada vez parece más escindida en realidades contiguas que no se tocan

Un fantasmón recorre el mundo: el fantasma de la polarización. Y, sobre todo, de los discursos sobre la polarización. Después de décadas de despolitización -recuerdo hace más de diez años las discusiones sobre “repolitizar la UE”, al calorcito de la crisis del euro-, la realidad se ha vengado en forma de electorados, espacios públicos y cuerpos sociales escindidos, que viven casi, se diría, de espaldas.

Bien. Lo primero es dilucidar cuánto de verdad tiene este retrato y si no es un lugar común conveniente. En España hay una gran masa de indiferentes políticos que permanecen ajenos, por supuesto a la neurosis política inducida por las redes sociales, pero también cada vez más a medios tradicionales y que han tenido gran protagonismo político en los últimos 15 años, como la televisión. Vuelvo a señalarlo: vean los datos de audiencia y los ingresos publicitarios; pero también el tono mortecino que ha adquirido el infotainment de un tiempo a esta parte. La farsa de guerrita en torno a Ana Rosa y Sálvame apenas ha hecho algo más que subrayar el cambio de ciclo, la anticipación de nuevos equilibrios de poder y, sobre todo, la perpetua humillación a la que Podemos somete a su batallón de propagandistas voluntarios.

En otros lugares, como Estados Unidos, la polarización también se despliega territorialmente, pero sin afectar tanto a la idea de nación o la definición de la comunidad política como a los valores individuales

Lo que tampoco puede negarse es que España y sus espacios políticos se están fragmentando no sólo por líneas de fractura autonómicas -algunas vienen de hace mucho, claro- sino en varios bloques diferenciales con un Madrid despegado del resto económica, demográfica y políticamente; un polo andaluz ascendente; los historicismos de rigor, que languidencen de forma más o menos plácida con sus sistemas políticos autorreferenciales; y el gran silencio de la España interior. En otros lugares, como Estados Unidos, la polarización también se despliega territorialmente, pero sin afectar tanto a la idea de nación o la definición de la comunidad política como a los valores individuales -también en el rollazo territorial español hay una trastienda de valores diferenciales, pero eso lo dejamos para otro día.

En cualquier caso, la España politizada, la de la opinión publicada, el Twitter, los editoriales y las tertulias, cada vez parece más escindida en realidades contiguas que no se tocan. Somos a la vez el país que mejor y peor lo ha hecho en la pandemia, el país que sigue sin recuperar su PIB y la envidia de Europa, el país de la “excepción ibérica” y de la mayor caída en poder adquisitivo de la UE, el país en el que Bildu ha accedido a la “dirección del Estado” o que está amenazado por la sombra del neofranquismo. A saber. Uno tiene sus opiniones, claro, pero lo sustancial es que todas estas percepciones y argumentos puedan convivir en el espacio público sin manera de dilucidar los porcentajes relativos de verdad que contienen.

El penúltimo episodio tiene que ver con Bildu y la inclusión de etarras en sus listas. La cosa era antiestética, al menos fuera de esos espacios democráticos peculiares que son País Vasco y Navarra, y se ve que empezaba a pasar factura al partido del presidente del gobierno. Así que, al margen de la respuesta del propio Bildu de forzar una renuncia en diferido a los personajes más dudosos -tan alabada por los mismos que no veían problema en las listas el día anterior-, las maquinarias político-mediáticas se aprestaron a poner en circulación las narrativas de rigor, y aparecieron víctimas al gusto de cada uno. No es nada nuevo: ya en el 11M resultó que había asociaciones de víctimas de un signo o de otro, como durante décadas toda apariencia de sociedad civil en España se ha distribuido acorde a las simpatías y los recursos de uno u otro partido mayoritario.

Más que pivotar en torno a los dos viejos partidos de gobierno nacionales, va ordenándose en dos bloques que, aunque con matices internos, se definen por su oposición mutua

Esta tendencia partidista de la democracia española no parece haber hecho otra cosa que reforzarse con la nueva polarización; y, en todo caso, ahora, más que pivotar en torno a los dos viejos partidos de gobierno nacionales, va ordenándose en dos bloques que, aunque con matices internos, se definen por su oposición mutua. Los contornos a menudo son difusos, como cuando el PSOE juega a promocionar la aventura yolandista para rascar terceros y cuartos puestos en las elecciones. Lo importante es el bloque, porque el bloque es lo que suma.

Así, ya no solo tenemos fundaciones o asociaciones de derechas e izquierdas, sino que vamos innovando y ya asoman estaciones de tren, calles, deportistas y empresas de partido. Aparte de un gigantesco coñazo y un colosal desperdicio de energías nacionales -de las que queden-, esta hiperpolitización anula cualquier posibilidad de rendición de cuentas o evaluación, y ahí están los resultados: leyes basura que producen efectos indeseados y la permanente ocupación de la agenda política por temas que interesan a fracciones marginales de la ciudadanía.

En estas condiciones, y aunque sea por salud mental, que está muy de moda, cabría empezar a plantearse si la esperanza de recuperar un cuerpo social unido y en diálogo más o menos articulado consigo mismo no es infundada. Y si no habría que ir pensando en sistemas consociativos de reparto de espacios y de poder, a la manera de los estados fragmentados étnicamente, habida cuenta de que los españoles con opinión parecemos habitar no ya en esferas políticas distintas sino en países y dimensiones distintas. Porque la alternativa única de momento son esquemas winner takes all en el que nos intercambiamos estaciones con nombres de escritores afectos y leyes de parte -la derecha, con todo, va bastante rezagadita en esto- como sartenazos. Quizás en España esto aún sea una humorada; aunque a nivel territorial ya no suena tan loco, ¿verdad? Pues veremos si en las próximas décadas no va por ahí la cosa.

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