“Libros viejos…”, rezongaba Fernando Savater hace unos años, cuando le puse delante una de sus obras maestras, La vida eterna, para que me lo firmase. No tenía razón. Viejos son los libros que huelen a baúl cerrado al leerlos, no al abrirlos por la página en que aparece la fecha de publicación. No pasa con El Quijote, por poner el mejor de los ejemplos, y tampoco pasa con esa filigrana filosófica en la que Savater arma una firme coraza de pensamiento contra el miedo a la muerte sin necesidad de recurrir a la idea de dios.
Uno está ya en la edad de releer más que de leer, y así encontré hace días, en esa apretada maravilla de Fernando, una espléndida idea sobre la espiritualidad que podríamos llamar “laica”. Se me ocurrió inventar una pequeña anécdota sobre esa idea savatina (aquí lo admito: al César lo que es del César y a Fernando lo que es de Savater) y la colgué en el Feisbuc no con mi nombre, sino con el del grupo de ilustrados al que me honro en pertenecer. La acompañé de una imagen del Juicio Final de Miguel Ángel Buonarotti.
Nunca sabes cómo va a ir la cosa con ese artefacto en el que participamos, a fecha de hoy, unos 3.200 millones de personas, casi la mitad de los habitantes del planeta. Fue sorprendentemente bien. Tanto que decidí “empujarlo” un poquito para aumentar su difusión, que ya era muy buena, y lo transformé en anuncio. Esto, como quizá sepan, tiene que ser aprobado por los señores o señoras que trabajan en esa red.
¿Sabe qué pasó? No aprobaron el anuncio, no lo admitieron. La razón fue la siguiente, copio el texto: “No se permiten los anuncios en que aparezcan personas que muestren demasiada piel (…) Te aconsejamos que utilices un contenido que haga hincapié en tu producto o servicio más que en el modelo”.
El honor de Dios está hoy en manos de máquinas que no saben lo que hacen y de fanáticos ignorantes que no saben lo que dicen convencidos de que sólo ellos tienen razón"
Me quedé helado. Tanto que tardé en comprender que esa respuesta colosal, que habría hecho las delicias de los censores franquistas de los años 40, procedía de una máquina, no de un ser humano. Mientras lo comprendía y no, recurrí la decisión (hay una casilla para eso) y les dije: “¿Se dan cuenta de lo que hacen? ¿Eliminan el anuncio porque muestra demasiada piel? ¡Es el Juicio Final de Miguel Ángel! ¡Está en la Capilla Sixtina! ¡Allí es donde los cardenales eligen al Papa!”.
Lo volvieron a denegar. A mí se me empezó a subir la sangre a la cabeza. Por fortuna, duró poco: alguien, no puedo saber quién, releyó mi alegato y quiero creer que el texto de mi mensaje, el relato inspirado en Savater, y me escribió con sus manos: “Perdone. Hemos reconsiderado el asunto y el anuncio se aprueba”.
Vivimos en un tiempo en el que la custodia del honor de Dios está encomendada a un cacharro que identifica seres humanos, analiza si están desnudos o vestidos y a partir de ese solo criterio actúa, sin hacerse ninguna pregunta más. Y sabemos bien que los cacharros actuales son perfectamente capaces de pensar. En las redes sociales es posible y hasta legítimo insultar a cualquier paisano, desearle la muerte o amenazarle con ella, mentir y difundir información falsa sobre lo que sea. Todo eso se puede hacer sin mayores inconvenientes. Pero la máquina no distingue (¿no puede?) entre el Juicio Final y la pornografía. Dense cuenta: si en vez del enorme fresco de Miguel Ángel hubiese yo usado el Cristo crucificado de Velázquez, que lo pensé, habría ocurrido lo mismo. La máquina lo habría censurado por mostrar demasiada piel.
Supongo que a la gigantesca empresa le sale más barato montar una máquina para estas cosas que contratar personas que hayan pasado por el bachillerato. Y digo esto del bachillerato porque la publicación del anuncio trajo consecuencias sabrosísimas. Si el mensaje por sí solo había tenido éxito, la promoción ha sido asombrosa. A estas horas lo han visto muchísimas decenas de miles de personas. A la inmensa mayoría les ha gustado, pero hay un muy significativo porcentaje de usuarios de internet que han reaccionado en contra. Les pongo un ejemplo que los sintetiza a todos. Lo envía un señor que se llama Mauricio: “Miren quién carga la cruz. ¡Están desnudos! Ese es el reino contrario a Dios y no el de Dios” (he corregido, y bastante, la ortografía).
El mundo en que vivimos no es el planeta. El mundo en que vivimos es, para millones de personas, la aldea y unos kilómetros más a la redonda. Con internet o sin internet"
Ahí está todo. Este sujeto, y cientos más como él, tiene acceso a internet y ha pasado por la escuela, tampoco demasiado, pero no ha visto en su vida el Juicio Final, no sabía que existiese. Y lo considera pornográfico, lo mismo que la máquina del Facebook y que mucha más gente que no pertenece al ámbito cultural europeo (y, por extensión, occidental) que generó esa obra de arte que, falsamente, como queda claro, solemos llamar universal. El mundo en que vivimos no es el planeta. El mundo en que vivimos es, para millones de personas, la aldea y unos kilómetros más a la redonda. Con internet o sin internet.
Y, como suele decirse ahora para casi cualquier cosa, no están solos. El Juicio Final se lo encargó a Miguel Angel, en 1.537, el papa Paulo III. Tardó cuatro años y pico en acabarlo. Veinticinco años después, el papa Pío V encargó a uno de los discípulos y protegidos de Miguel Ángel que “tapase las vergüenzas” de las figuras, que le parecían, como a la máquina del Facebook, algo subidas de tono para una capilla del Vaticano. El elegido fue Daniele da Volterra, un buen pintor que, sin embargo, ha pasado a la historia con el sobrenombre de Il Braghettone, es decir, el “bragazas” o el añadidor de bragas.
Quizá hacia ahí estamos volviendo, aunque parezca mentira. El honor de Dios está hoy en manos de máquinas que no saben lo que hacen y de personas que no saben lo que dicen. Pero ambos, los fanáticos ignorantes y las máquinas, están convencidos de que ellos tienen razón y todos los demás no, y por lo tanto hay que bloquearlos, perseguirlos, insultarlos y callarlos.
Como hace ahora cien años, y como hace mil, es el signo de los tiempos.