“Pablo no es feliz”, te dicen quienes le conocen y le tratan. De hecho, recuerdan, llevaba en modo low profile prácticamente desde el anuncio de su futura paternidad. “Sus prioridades son otras, está centrado en su vida personal y familiar, quiere vivir, está desencantado de un proyecto con demasiados actores protagonistas y busca una existencia tranquila, en el campo y sin las tensiones inherentes al cargo que ahora ocupa”. Lidiar cada día con ese hermano mayor impertinente que es Monedero, con el hermano pequeño, tan brillante y con ideas propias, que se llama Errejón, con los tocahuevos de los anticapis y demás familias y confluencias podemitas, le resulta agotador. Tanto que, para algunos próximos, Pablo ha dicho voluntariamente basta y ha decidido hacerlo por el método más expeditivo e irreversible: dando una patada al tablero y poniendo boca abajo los principios que inspiraron Podemos en aquellos lejanos días del 15-M. Harto ya de estar harto de una “tropilla insolidaria”, ha marcado paquete, convencido de que le está permitido hacer todo lo que le venga en gana, y ha cometido el error de su vida, justo aquel en el que era menos posible caer, salvo que la soberbia y el caudillismo actúen a modo de consejeros.
El líder del bocata y la ropa comprada en Alcampo se nos vino de repente arriba, comprándose un chalet de cien millones de las antiguas pesetas y descubriendo el discreto encanto de la burguesía
Aquello de la Puerta del Sol, recuerdan, fue el paraíso; una marea de brazos en alto agitando las manos en un ensayo de comuna temporal en la que se alcanzó el nirvana. Un experimento sociológico que desembocaría en la tercera fuerza parlamentaria del país, dando la voz y la palabra a los indignados, a las víctimas de la crisis económica provocada por las “clases extractivas”. Para definirlas, Pablo acuñó un término que hizo fortuna, “la casta”, y tuvo la habilidad de conjurar el eterno debate entre derecha e izquierda trasladando el eje de abscisas y situándolo en la coordenada de “abajo-arriba”. Podemos estaba con los pobres, los humildes, las víctimas de los “lanzamientos” hipotecarios de los bancos y con los obreros de los barrios populares. Enfrente situó a los poderosos, a los ricos, a los burgueses de todoterreno y chalet adosado. Una vez más las dos Españas, de nuevo dos bandos separados por el dinero y distintos niveles de vida. Así triunfó y así lo proclamó a los cuatro vientos, diciendo aquello de que siempre querría vivir en Vallecas y haciéndose fotos en el AVE comiendo un simple, sencillo y proletario bocadillo de salami.
De repente, todo eso salta por los aires. El líder del bocata y la ropa comprada en Alcampo, se viene arriba, se compra un chalet de cien millones de las antiguas pesetas, y descubre el discreto encanto de la burguesía, el sabor de un lujo razonable al que tiene todo el derecho del mundo, faltaría más, pero que choca frontalmente con la vida que llevan cada día quienes le han votado. Ellos siguen siendo desfavorecidos, pero Pablo ya se ha pasado, con armas y bagajes, a la casta que tanto denostaba. Tal cual. Con todo ello Iglesias Turrión ha amortizado su figura política. Es un cadáver del que sólo falta conocer la fecha del entierro. Cada vez que lance sus habituales diatribas a unos y a otros en el Congreso, escuchará, recurrentemente, cómo le mencionan con sorna su chalet con piscina, mármol travertino y casa adyacente para invitados. Alguno de sus correligionarios han empezado a no considerarlo uno de los suyos y los Anticapitalistas le ponen a parir en las redes sociales, las mismas que construyeron su figura política. Pintan bastos para él y para Irene Montero; “los Perón”, empiezan a llamarlos internamente. La situación es insoportable y pasará factura en las urnas.
Dicen que está harto de la “tropilla insolidaria” con la que tiene que lidiar, y que convencido de que le está permitido hacer todo lo que le venga en gana ha cometido el error de su vida
Cuando únicamente queda el ridículo no hay otra alternativa que marcharse para no dañar al colectivo. La suerte está echada después de diez días lloviendo piedras sobre la pareja. Los comentarios en el interior de Podemos son mordaces, sarcásticos y crueles. Se ha abierto la veda y no la parará el plebiscito al que, con sus santos redaños, han obligado al partido para decidir su continuidad. Ganarán la consulta, el impeachment silencioso al que voluntariamente se someten, es obvio, pero la del próximo domingo será una victoria pírrica, temporal y frágil. Su suerte está echada, por mucho que busquen un respaldo a la desesperada entre unas bases que no entienden nada y le echen la culpa, cómo no, a la prensa maligna que les persigue y quiere eliminarlos. No hace falta. Se difuminan ellos solos, sin la ayuda de nadie.
Pablo e Irene están de salida y con su torpeza incomprensible caminan hacia un Iglexit absolutamente ineluctable. “Pudieron adquirir una vivienda como la de otros referentes de la izquierda y se han comportado como si fueran el matrimonio Aznar-Botella”, afirma indignado un miembro de Podemos que contempla perplejo la adquisición. Bien mirado, sí; esto es lo más parecido a la boda en El Escorial de la hija del entonces presidente del Gobierno.
Parafraseando al añorado Julio Cerón, podríamos convenir que cuando Pablo Iglesias se compró un chalet, en el interior de Podemos se produjo un gran desconcierto: no había costumbre.
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