En Francia no hay un sistema de pensiones, hay 42 en función de la profesión que uno tenga. Cada uno de ellos posee condiciones ligeramente distintas, pero todos son extremadamente espléndidos para sus beneficiarios. Especialmente para los trabajadores del sector público, a quienes se les calcula la pensión sobre los últimos seis meses de trabajo. En el sector privado se calcula sobre los 25 años de mejores salarios.
Esto tiene como consecuencia que las pensiones francesas son muy altas. El francés medio cobra de pensión un 75% de su último sueldo, quince puntos por encima del promedio de los países de la OCDE. Es lo que se conoce como tasa de reemplazo, la de España es incluso más alta, supera el 80%. La de Suecia, sin embargo -el modelo nórdico, recuerde- se queda en el 54%, el resto se lo tiene que poner el jubilado mediante ahorro privado.
Aparte de una pensión elevada, los franceses se jubilan muy pronto, a los 62 años. Si se retiran antes cobrarán menos pensión... y ahí se acaban los parecidos. Como decía antes, hablar de pensiones en Francia es hablar de 42 sistemas distintos. Los funcionarios tienen el suyo propio, los abogados otro distinto, los estibadores portuarios otro más, los empleados del ferrocarril, los médicos, los trabajadores del Metro de París y así sucesivamente. Los sistemas para funcionarios y empleados de empresas públicas gozan de sistemas muy generosos que incluyen infinidad de privilegios como retirarse antes con la pensión completa. Los maquinistas de SNCF (la Renfe francesa), por ejemplo, se jubilan a los 52 años porque, según arguyen, eso de llevar trenes es un trabajo muy duro que implica un gran desgaste físico y mental.
Que el sistema es caro, complejo y, sobre todo, injusto se sabe desde hace tiempo y forma parte del debate político cada vez que los franceses están llamados a las urnas
El coste de todo este tinglado es altísimo. Aproximadamente el 15% del PIB francés, unos 350.000 millones de euros anuales, se dedican al pago de pensiones. Una cifra que crece cada año porque la población está muy envejecida. Que el sistema es caro, complejo y, sobre todo, injusto se sabe desde hace tiempo y forma parte del debate político cada vez que los franceses están llamados a las urnas. En 2017 Emmanuel Macron prometió reformarlo implementando un sistema universal y por puntos que acabaría con los regímenes especiales y garantizaría que las cotizaciones se aproximen a la cuantía de la pensión.
Movilización sindical
Dos años después de llegar al Elíseo por fin se ha puesto con ello y, tras hablarlo con los sindicatos, se ha encontrado con una oposición prácticamente absoluta. La única excepción ha sido la CFDT, una central socialdemócrata que concentra su presencia en las empresas privadas. El resto de sindicatos se opusieron de plano, algunos como la CGT o Force Ouvriere, con especial determinación y llamaron a la huelga general la semana pasada. No es casual que estas dos centrales tengan al grueso de sus afiliados en el sector público y las empresas de titularidad estatal.
En un país con cinco millones y medio de funcionarios a los que hay que sumar cientos de miles de empleados de empresas públicas (la Poste tiene 250.000, SNCF 150.000, EDF 150.000) una llamada a la huelga supone paralizar el país. El apoyo a los paros, además, está siendo muy alto. Las encuestas varían pero le dan entre un 40% y un 50% de aprobación. Curiosamente, en un sondeo del Instituto de Estudios de Opinión, el 75% de los franceses se posicionan a favor de la reforma de las pensiones. De manera que una cantidad nada despreciable de personas están a favor de una cosa y de la contraria.
Esto sólo se puede entender en clave política, es decir, que muchos ven las manifestaciones como algo contra Macron y su Gobierno. La protesta callejera en Francia tiene buena imagen. Consideran que forma parte de su tradición histórica, ya se sabe, la toma de la Bastilla, la comuna de París y todo eso. Cada cierto tiempo, generalmente una vez cada dos o tres años, el país estalla. La que le montaron a Chirac en 2006 por los contratos juveniles fue sonada, la de los chalecos amarillos sigue en marcha y no parece que vaya a apagarse en los próximos meses.
En cierto modo, Francia es un país secuestrado por unos sindicatos que no representan más que a minorías extractivas
Hace no mucho, sólo año y medio, hubo una movilización de los trabajadores ferroviarios, los conocidos como "cheminots", porque Macron les recordó que, conforme a la directiva europea, ese mercado se abrirá a la competencia en 2020 acabando así con más de un siglo de monopolio estatal en el transporte ferroviario, que es en definitiva el origen de todos los problemas. Ahí Macron se salió con la suya y consiguió sacar la reforma adelante. Lo de los "cheminots" clamaba al cielo y tenía cierto apoyo popular. Queda por ver si lo conseguirá ahora que tiene no a uno, sino a varios colectivos enfrente.
Los chalecos amarillos demostraron que si se emplea suficiente violencia el Gobierno termina cediendo. Es posible que, si se ven jaleados por la prensa, tiren por ese camino. En cierto modo Francia es un país secuestrado por unos sindicatos que no representan más que a minorías extractivas. Aunque tenga fama de ser un país hipersindicalizado la realidad es que sólo el 8% de los trabajadores está afiliado a un sindicato (en España es el 12%). Pero, a pesar de representar directamente a tan poca gente, están metidos en todas las instituciones y negocian convenios colectivos que afectan tanto a los afiliados como a los que no lo están, que son la inmensa mayoría.
De manera que la huelga francesa también se puede leer en clave de prueba de los propios sindicatos y de su capacidad de torcer el brazo al Gobierno. Los chalecos amarillos son un grupo descentralizado y al margen del sistema, quizá por eso mismo su protesta se ha mantenido en el tiempo. Los líderes de las centrales sindicales no harían mal en atraérselos y en eso mismo están, pero la naturaleza de las demandas de unos y otros es de naturaleza muy distinta. Los chalecos amarillos se levantaron hace poco más de un año exigiendo la supresión del impuesto al carbono. Los sindicatos, en cambio, piden que se mantengan una serie de privilegios y que lo hagan a costa de un presupuesto financiado con impuestos como el del carbono. No parece que se vayan a entender en eso, pero si en lo fundamental, que es hacer la vida imposible a Macron. De eso y no de ninguna otra cosa va esta huelga... y la siguiente.
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