Hace más de una década escribía yo, con notable inocencia, que me resultaba sorprendente que algunos juramentos o promesas de los señores diputados de entonces se realizaran “por imperativo legal” o añadiendo curiosas fórmulas que hacían dudar de su estabilidad mental o de su verdadera voluntad de acatar la Constitución. Pensaba, haciendo una atrevida analogía, que si una persona se presenta ante el notario y dice que compra “por imperativo conyugal”, la primera obligación que tiene el fedatario es la de preguntarle que qué quiere decir con eso, que si compra o no, para asegurarse de que consiente libre y espontáneamente, y sin error, dolo, violencia o intimidación, porque de lo contrario -“es que mi mujer me ha obligado”- quedaría anulado el contrato por existir un vicio del consentimiento.
Y lo cierto es que hubo tiempos gloriosos en que fue realmente así: cabe recordar que Félix Pons, presidente socialista del Congreso en 1989, se negó a aceptar esa fórmula a los diputados de Herri Batasuna, aunque el Tribunal Constitucional en los años 80 y 90 avaló esas promesas por entenderlo formalismo rígido. Y, como no podía ser de otra manera, la sentencia del mismo tribunal de 6 de junio de 2023, recientemente publicada, ratifica esa tesis considerando que no se vulnera con ello el derecho de representación política, dado que los diputados que interponen el recurso no se ven perjudicados en su condición a lo que se opone el voto particular de los magistrados “conservadores” (tiene delito la cosa).
Como se puede ver, la argumentación se desarrolla en un nivel formal que quizá no permite al ciudadano normal entender la verdadera razón de por qué se admiten este tipo de extravagancias que de alguna manera transmiten sensaciones de soterrado desacato y desprecio a la Norma Fundamental, como si para casarnos se aceptara la fórmula “sí, quiero” pero “hasta que la poligamia sea aceptada” o “en reconocimiento y recuerdo de mi primera novia”. No parece serio: teniendo que tragarse el lamentable espectáculo se dejaría al otro contrayente, o a los demás diputados, “humillados y ofendidos”, como los protagonistas de la famosa novela de Dostoievski.
No caigamos en la Paradoja de la Tolerancia que denunciaba Popper, porque si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante, el resultado será la destrucción de los tolerantes y con ellos de la tolerancia
Casi que, para eso, me parece más sincero el voto particular concurrente de la magistrada Balaguer (si, la del “constructivismo jurídico”) que señala que como el acatamiento no viene en la Constitución y esta –dice- no es militante, lo lógico hubiera sido considerarlo innecesario para adquirir la condición de diputado, como contrario al principio de participación política y de libertad ideológica. Y así nos evitamos disgustos.
O bien, haciendo de la necesidad virtud, aceptamos lo que hay y envidamos más: “Juro, hasta la inhabilitación de los condenados y la ilegalización de los partidos anticonstitucionales y encarcelamiento de Puigdemont”. Y así disfrutamos todos. Pero, claro, a la gente que respeta la Constitución le parecería algo poco serio y denigrante, porque las formas tienen significado. Las formas, dije en otro lugar, tienen un efecto ético y simbólico, porque están establecidas para recordar a quienes se imponen la importancia de los valores que con la función de que se trate se preservan. La donación de inmuebles ha de hacerse ante notario precisamente para evitar precipitaciones y abusos. Y la expresión de determinadas fórmulas quizá no implique consecuencias prácticas, pero tienen la virtud de poner en primera línea los valores que tratan de resguardarse. Algún estudioso como Dan Ariely ha demostrado con pruebas experimentales que se miente menos cuando se recuerda al participante un código de honor, aunque este no exista. Por eso, el declive de las formas lleva implícito un declive del fondo, de esos valores éticos que están detrás de los actos, y con ellos de la misma Constitución, que tiene valores, por mucho que se diga inexactamente –nos lo recordaron hace poco Sosa Wagner y Fuertes- que no es militante y que admite cualquier ideología. No caigamos en la Paradoja de la Tolerancia que denunciaba Popper, porque si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante, el resultado será la destrucción de los tolerantes y con ellos de la tolerancia.
Ahora nos encontramos en un momento en que las formas importan poco y el fondo todavía menos. El único límite son las leyes y para eso ya nos hemos encargado que se puedan interpretar como más nos convenga, interviniendo los órganos que deberían representar un contrapeso al poder. Los valores democráticos, decía Tocqueville, son incluso más importantes que las leyes para establecer una democracia viable, porque éstas son más inestables que los hábitos institucionalizados de conducta. Por ese camino, se permiten y aceptan, porque son no son formalmente ilegales, pactos con partidos cuyo objeto es contrario al interés común, los conflictos de intereses en los nombramientos de cargos, ceder diputados para que otros formen grupos parlamentarios cuando no podrían, o no aplicar sentencias. Cosas que en el mundo del Derecho civil o mercantil serían impensables (que el administrador pacte con un grupo de socios para que tengan un dividendo mayor, por ejemplo), lo son en Derecho político.
No basta con ser un buen gestor y parecer una persona honrada: hay que tener una idea del mundo, liderarla y defender a quienes te votan, que no quieren sentirse humillados y ofendidos
Y lo peor de todo ello no es el acto en sí mismo, sino lo que ha venido a llamarse “difuminación ética”, un estado de opinión, un clima moral en el que paulatinamente vamos bajando las expectativas hasta que llega un momento en que lo impensable es aceptable, en que lo que se creía que no iba a pasar, pasa, con la consecuencia de que se vuelve normal lo que antes estaba fuera de la norma, incitando los demás a imitar la conducta normalizada.
Creo que los ciudadanos debemos insistir en denunciar lo que nos parece mal éticamente pues, como señala la teoría de la Ventana Rota, si estas no se reparan, aparecen más. Y creo que los políticos, sobre todo los que previsiblemente estarán en la oposición, deben comprender que no basta una táctica coyuntural, sino que es precisa una estrategia a largo plazo; que no es suficiente que el otro sea un trapacero para ver caer el fruto maduro, sino que es preciso demostrar que se es ética, política y humanamente mejor; hay que presentar una sola cara política, jugar con el marco mental propio y no con el del contrario, pero a la vez buscar las alianzas y las oportunidades necesarias; porque, como nos recuerda Michel Ignatieff, “la política no es una ciencia sino más bien el intento incesante de unos avispados individuos por adaptarse a los acontecimientos que Fortuna va situando en su camino”, por lo que hay que espabilar y ser consciente de que “un hombre que no puede montar dos malditos caballos a la vez no tiene derecho a un trabajo en este maldito circo".
No basta con ser un buen gestor y parecer una persona honrada: hay que tener una idea del mundo, liderarla y defender a quienes te votan, que no quieren sentirse humillados y ofendidos. Porque, si no se hace así, quien tenga las normas a su favor y menos escrúpulos te arrastrará a su terreno y ahí te ganará por su experiencia.
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