Hablamos hace unos días de la necesidad que tenemos de ser más productivos para poder mejorar o, al menos, mantener nuestro estilo de vida. No es fácil, desde luego, pero siempre que escucho que está todo inventado o que para inventar algo nuevo se necesita un grado de especialización enorme, me doy cuenta de cómo nos gusta usar excusas para justificar nuestra vagancia y/o nuestra falta de talento. Y es que las ideas, cuando son buenas, pueden mover el mundo y no hace falta ni una gran preparación ni un nivel tecnológico extremo, sólo imaginación aplicada a problemas de la vida diaria.
El mayor ejemplo siempre lo he encontrado en la maleta con ruedas. Parece un invento obvio, incluso poco original puesto que los carros de la compra –un objeto parecido- es muchas décadas más antiguo, pero resulta que no se hizo realidad hasta 1970 cuando un tal Bernard Sadow solicitó la patente (aceptada en 1972) y vendió a unos grandes almacenes el primer prototipo de maleta con ruedas. Increíblemente, fuimos capaces de llegar antes a la Luna –con todas las dificultades técnicas y logísticas que supuso, incluida la retrasmisión por TV- que tener la ocurrencia de usar un antiquísimo invento como la rueda y unirlo a nuestro pesado equipaje para hacer más fácil su traslado. Y eso que era un tema que preocupaba porque de hecho unos años antes de la maleta rodante, se vendían carros plegables que los turistas con varias maletas podían comprar para ponerlas en ellos.
Entonces surgió el container
Se supone que antes o después a alguien se le habría ocurrido pero lo insólito es que nadie lo hizo hasta entonces y no sabemos cuánto ha impulsado el turismo –especialmente el que implica una larga estancia o un extenso trayecto- y los viajes en general. Hace poco también descubrí otro invento, aparentemente obvio, que también cambió el mundo. Se lo debemos a un tal Malcolm Purcell McLean, que fue el típico norteamericano emprendedor (con 24 años fundó con su hermana la McLean Trucking Co, empresa de transportes por carretera) que se encontró con un problema cuando quiso trasladar alguno de sus camiones en barco ya que ocupaban mucho espacio. No se le ocurrió otra cosa que cargar únicamente la caja de los camiones, inventando con ello el container. Con él, el espacio se aprovechaba al máximo y comprendió que era un mejor negocio que los camiones.
McLean compró dos viejos cargueros de guerra y los remodeló para que pudieran llevar un buen número de contendores bajo la cubierta. En 1956, ante unos cuantos invitados y con cierto boato, el primero de aquellos barcos hizo su viaje, desde New Jersey hasta Texas, con 58 contenedores en su bodega. Todos iguales y colocados sin perder espacio. La eficiencia era tal que subir y bajar todo el cargamento al barco se había reducido a mover unas cajas enormes ahorrando mucho tiempo y miles de dólares. El negocio fue a más y más, multiplicando las rutas y ganando mercado. En 1967 comenzó a trabajar para el Gobierno llevando contenedores a Vietnam, lo que disparó los beneficios. Los envíos a Vietnam eran un martirio para el Gobierno estadounidense y la solución de McLean les aliviaba de muchos problemas. Los barcos -y los contenedores- de la empresa iban cargados hasta Vietnam, y no tenía sentido que volvieran a casa vacíos. Así, una de las economías más potentes del momento, Japón, estaba en el sitio perfecto para aprovechar esas rutas y exportar más fácilmente. El comercio transpacífico creció como la espuma.
Es obvio que este invento –que no deja de ser una ampliación del juego infantil de apilar cajas- hoy común, ha tenido una influencia enorme en el comercio global. Yo soy un estudioso infatigable, en mi condición de historiador, de la II Guerra Mundial, y he visionado horas y horas de documentales sobre ella. La labor logística de una confrontación mundial en varios frentes hace tantos años fue enorme, y el transporte marítimo crucial. En todas las filmaciones de desembarco de provisiones y material se ven escenas lentas de desembarco de cajas de madera, a veces todas apiladas dentro de una red, pero a nadie se le ocurrió inventar el contenedor. Ni siquiera en uno de los periodos de la historia moderna en los que más se disparó la creatividad, no sólo con fines bélicos, y del que surgieron muchos inventos de uso cotidiano –y civil- posterior. Ahora lo vemos como algo obvio pero ni en un momento de gran necesidad como aquel supieron verlo.
Estos dos ejemplos son lecciones de cómo el ingenio puede resolver problemas y cómo la resolución de problemas puede aumentar la productividad. Y de cómo esto puede ocurrir en cualquier momento gracias a una idea. En los últimos años también ha habido grandes inventos, casi todos gracias a internet, aunque su impacto sobre la productividad es tan bajo que ha provocado una discusión entre los economistas ya que hay quien defiende que hay que cambiar las métricas porque la mejora parece que existe pero no se sabe medir. Es un tema complejo, por ejemplo el que yo encuentre a un antiguo compañero de instituto en Facebook no sé si resuelve algún problema pero desde luego no aporta nada a la productividad, sin embargo si encuentro datos más rápido gracias a Google sí que lo hago aunque ¿cómo se cuantifica eso? Seguro que a alguien se le ocurre una idea para hacerlo…
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