“¿Por qué es escandaloso simular el infortunio?” se pregunta Pascal Brucker en el ensayo La tentación de la inocencia (Anagrama, 1996) y responde: “Porque se usurpa el lugar de los auténticos desheredados (...) Por eso mismo hay tantos criminales que se ponen la máscara del torturado con el fin de perpetrar sus crímenes con la absoluta buena conciencia de ser unos canallas inocentes”.
Esta semana Barack Obama concedió una larga entrevista a Jeffrey Goldberg con motivo de la publicación de Una tierra prometida (Debate, 2020), el primer volumen de sus memorias. La conversación, conducida por el editor jefe de The Atlantic, muestra la personalidad llena de matices del expresidente de los Estados Unidos: un hombre culto capaz de exponer con sencillez ideas complejas. Aunque está dirigida al público estadounidense, es fácil reconocer esas experiencias americanas en nuestra propia sociedad. Uno de esos momentos de identificación se produce cuando Goldberg le comenta que dicen de él que es uno de esos conservadores que nunca serían partidarios de Trump. Obama comprende por qué muchos pueden pensar eso. Habla de los referentes y de los valores que admira, de códigos compartidos. Hombres que entendían que, pese a todas las dificultades y carencias, no debían jactarse de los sacrificios que hacían. Personas humildes que despreciaban al abusón, al tramposo y al oportunista. Hombres como su tío Charlie -participó en la liberación del campo de concentración de Buchenwald- que se sacrificaron por los demás como algo que, según les habían enseñado, formaba parte del concepto de ser hombre. Principios como la honestidad, la responsabilidad, los valores familiares, la noción de mayordomía o el cuidado de los más pequeños.
Si para poder responder necesitamos conocer la identidad del ladrón, del asesino o del estafador es que los canallas inocentes, como los llama Bruckner, nos han engañado ya a todos
Lo que explica Obama es por qué alguien como él -un miembro destacado del partido demócrata- habita un espacio común con personas conservadoras: son esos códigos compartidos. No sé qué impresiona más, si la manera en que lo hace o que sea necesario hacerlo.
En ocasiones me pregunto si ese lugar en el que los distintos podemos reconocernos y respetarnos sigue existiendo en mi sociedad o ya ha volado por los aires. Si esas reglas no escritas han cambiado sin que nos diéramos cuenta o siguen estando ahí. Entonces siento el impulso de ir preguntando cosas como ¿qué cree usted que es peor: robar o matar?, ¿es correcto seguir comprando los productos del comerciante que me estafa reiteradamente? Si para poder responder necesitamos conocer la identidad del ladrón, del asesino o del estafador es que los canallas inocentes, como los llama Bruckner, nos han engañado ya a todos.
Hay quien dice que a los mayores hay que escucharlos con atención pero que ahora les toca a ellos. Es preocupante que suene más a bravuconada del que por fin ha llegado y quiere su trozo del pastel que a asunción de la responsabilidad que le corresponde a cada generación.
A quién beneficia
Los códigos compartidos atraviesan las identidades. Inspiran los actos sin importar a quién beneficia. Están en la misma esencia de la idea de pluralidad. Ser capaces de ver lo común nos hace respetar al diferente en lugar de simplemente tolerarlo. El gran engaño de las políticas de la identidad radica en que nos muestra el espejismo de una pluralidad compuesta solo por dos: aquellos que benefician a mis intereses y los que no. Geometría variable lo llaman.
Los códigos compartidos comienzan en el qué y se gradúan con el quién. Se comunican sin palabras, leen sufrimientos, adivinan miedos, entienden alegrías. Ven a la víctima o al verdugo antes que a la mujer, al niño o al extranjero. No necesitan idioma oficial ni leyes educativas. Son las ventanas que se abren en un libro, un cuadro o una canción.
Las políticas identitarias juzgan el quién antes de interesarse siquiera en el qué. Nos descomponen en variables sobre las que no ejercemos ningún control. Nos despojan de toda capacidad como seres morales, condenándonos y santificándonos por causas ajenas y muchas veces previas a nuestra existencia. Una vez descompuestos hemos perdido el instinto para conducirnos en el mundo.
Por eso los primeros en su búsqueda de la igualdad llegan a la equidad -igualar las condiciones mediante el trato diferente- y las segundas, ansiando la equidad, terminan en la injusticia.
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