Nicola Sturgeon, la recientemente dimitida ministra principal de Escocia, era hasta hace pocos días una figura política consolidada y respetada, con grandes victorias electorales en su haber, tanto en comicios generales como regionales. De hecho, muchos analistas pronosticaban que, si había un liderazgo capaz de conseguir la independencia del antiguo, gélido y escarpado país escindiéndolo del Reino Unido, era el de Sturgeon. El enorme capital político acumulado durante muchos años de pertinaz esfuerzo se ha disipado sin remisión. El motivo de esta dolorosa caída -la política es un oficio cruel, se desciende de la embriaguez del poder a la melancolía de la irrelevancia en horas- no ha sido la frustración de los escoceses ante el varapalo propinado por el Tribunal Supremo de Londres al plan de Sturgeon de celebrar un nuevo referéndum de autodeterminación porque al fin y al cabo el Reino Unido es un Estado de Derecho y los separatistas respetan las leyes, a diferencia de lo que sucede en España donde los independentistas catalanes incumplen sentencias firmes con la pasividad del Gobierno.
La razón por la cual la carrera de Sturgeon se ha visto bruscamente truncada se encuentra en la Ley Trans impulsada por el Ejecutivo escocés, que hubiera sido aprobada en el parlamento de Holyrood, en el que existe una amplia mayoría nacionalista. Por una parte, esta norma ha sido vetada por el Gobierno británico haciendo uso de sus facultades constitucionales y, por otra, el rechazo de la ciudadanía escocesa a esta arriesgada disposición ha sido tan masivo y rotundo que se ha llevado por delante a la ministra principal. Empieza a producirse un fenómeno esperanzador en Europa que consiste en el surgimiento de reacciones populares airadas frente a los excesos y los disparates del feminismo radical y de la teoría queer. Legislaciones pioneras sobre el cambio de sexo empiezan a ser profundamente revisadas en Suecia, Finlandia, Noruega y Francia, donde se ha constatado que bajo la presión ambiental impuesta por la ideología woke, el número de casos de cambio de sexo en edades tempranas se ha multiplicado por veinte, treinta o cuarenta según las latitudes, sobre todo en chicas adolescentes. El tratamiento con bloqueadores hormonales sin asistencia psicológica y supervisión médica, así como las transiciones quirúrgicas irreversibles, están causando estragos en miles de menores de edad y destrozando numerosas familias, que ven perturbadas gravemente sus vidas y asisten impotentes a la infelicidad de sus hijos e hijas que, tras someterse a estas aberrantes transformaciones, quedan expuestos a sufrimientos físicos indecibles y trastornos mentales graves.
La explosión anómala de peticiones de cambios de sexo de forma manifiestamente prematura obedece, sin duda, a campañas deliberadas que tienen como objetivo crear una necesidad que no es auténtica
La disforia de género es un trastorno de la personalidad conocido desde los tiempos más antiguos, pero se trataba en el pasado de casos muy raros que, con el debido acompañamiento y asistencia experta, podían ser reconducidos en no pocas de estas incidencias, reservándose los métodos hormonales y no digamos ya la cirugía a contadísimas ocasiones en las que efectivamente la situación lo requiriese. La explosión anómala de peticiones de cambios de sexo de forma manifiestamente prematura obedece, sin duda, a campañas deliberadas que tienen como objetivo crear una necesidad que no es auténtica, sino una moda absurda e irresponsable propagada por ideólogas de pacotilla que satisfacen así su vanidad sin repara en el tremendo daño que generan. Es inevitable establecer un paralelismo con las leyes sobre el aborto, que arrastran a las mujeres al quirófano y a eliminar al ser humano que late en su seno negándoles información completa, adecuado asesoramiento y un abanico de opciones para que puedan decidir con mayor libertad.
El conjunto de normas inspiradas en la ideología woke ha experimentado en el mundo occidental una expansión perversa y ofensiva para muchas conciencias, que se resisten a abandonar visiones antropológicas, convicciones morales y hábitos de conducta amasados por siglos de civilización y que ahora pretenden destruir frívolamente una pandilla de activistas del desastre que a su evidente ignorancia unen un sectarismo fanático impermeable a la realidad y a la racionalidad.
Parece mentira que, tras el fiasco de la Ley del “sólo sí es sí”, los socialistas españoles hayan repetido los mismos errores con la Ley Trans. Una vez entre en vigor proliferarán los problemas y se acumularán las demandas de los perjudicados por un abordaje de la disforia de genero tan nocivo como dogmático. Pedro Sánchez ha pactado con el diablo para alcanzar, conservar y disfrutar La Moncloa y en el pecado llevará la penitencia. Si no estuviera cegado por su desmedida ambición se miraría en el espejo de Nicola Sturgeon y tomaría medidas para embridar a unos socios que le precipitarán más pronto que tarde a la ruina.
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