A fin de simular que honra el cargo, el vicepresidente Iglesias se ha comprado un par de trajes. Los dos son de un gris de ala de mosca. ¿Han surtido estas adquisiciones algún efecto? En absoluto. Sigue yendo hecho un adefesio. Los trajes son de la talla del ministro Ábalos, ¿se acuerdan?, el que cooperó con la delincuente venezolana Delcy Rodríguez; y el señor Ábalos, que parece no haberse duchado nunca -como Iglesias-, es más bien grueso. Los trajes tienen además otro defecto que no soporto: las mangas sobrepasan con creces la muñeca y llegan hasta los nudillos aumentando el patetismo de la figura.
De esta guisa, con la coleta que parece ya la de un caballo percherón, la ridícula perilla sin arreglar, mostrando una dentadura similar a la de las hienas, que no tienen la costumbre de pasar por el dentista, Iglesias se salta la cuarentena a menudo para intimidarnos con la expropiación de bienes y rentas, nos engaña esgrimiendo con falso orgullo una Constitución que siempre ha considerado un obstáculo para su proyecto revolucionario y nos enerva desde la Moncloa con su pompa de vendedor de fórmulas magistrales del viejo oeste.
Jesús Encinar, el fundador de Idealista -el principal portal inmobiliario de España-, ha escrito el siguiente tuit: “¿Te imaginas que alguien fuese a un banco o a una reunión con inversores a pedir dinero hecho un ‘pintas’ y con arrogancia?” “¿Qué pensarán en Alemania al ver a nuestro vicepresidente con coleta y ni idea de economía exigiendo mutualizar deuda con ellos? ¡Hacemos el ridículo!”
Esta crisis no será como la de 2008. Va a ser inmensamente peor, terriblemente más dramática. En lo demás, Pablo Iglesias miente como tiene por costumbre
El objetivo prioritario del charlatán Iglesias es persuadirnos de que esta crisis no va a ser como la de 2008. Aquella vez, dice, la pérdida masiva de empleo vino acompañada de severos recortes sociales, de miles de desahucios, de un incremento intolerable de la desigualdad y la pobreza, así como de un aumento de la deuda pública hasta el 100% del PIB mientras se invertían ingentes cantidades de dinero en rescatar a los bancos y en favorecer a los privilegiados, dejando tirada a la mayoría de la población.
En algo tiene razón. La crisis actual no será como la de 2008. Va a ser inmensamente peor, terriblemente más dramática. En lo demás miente como es costumbre. La crisis de 2008 fue originalmente financiera, y estuvo provocada por un colapso inmobiliario que arrastró a la banca de inversión y a las entidades de crédito de muchos países demasiado expuestos al riesgo de un sector que hasta entonces se pensaba a resguardo de la caída de precios. En España sorprendió a la mayoría de las cajas de ahorros, entidades gestionadas fatalmente por políticos, en el epílogo de una borrachera de crédito y enlodadas en una cadena endiablada de impagos. La pérdida de tejido productivo fue notable y la caída del empleo, brutal, aunque en los últimos quince días de marzo pasado se destruyeron en España casi 900.000 puestos de trabajo, los mismos que se perdieron en la anterior crisis ¡pero en cuatro meses!
Los recortes, incluido el gasto en la sanidad pública, fueron ejecutados por Zapatero, que dio un volantazo de 180 grados a su temeraria política económica debido al mandato inexorable de la Comisión Europea, amenazada por un crecimiento vertiginoso de las primas de riesgo. Es verdad que luego Rajoy subió los impuestos, en contra de su programa electoral, y que quitó una paga a los funcionarios, que tiempo después reintegró. La explosión de los desahucios es pura literatura onírica. Afectaron a una parte muy marginal de la población -si bien fueron explotados hasta la extenuación por los activistas de izquierda con el apoyo colosal de las televisiones adictas, que son todas- y tuvieron que ver no tanto con las hipotecas sino sobre todo con el impago de alquileres.
Pérdida de empleo
Los parados fueron protegidos por el subsidio estatal, cuyo gasto naturalmente se disparó, y el aumento de la desigualdad, que fue muy modesto -nada que ver con la exageración delincuencial de la izquierda-, estuvo ligado estrictamente a la pérdida masiva de empleo, corrigiéndose progresivamente después a medida que la economía entró en franca recuperación. Entre mediados de 2013 y 2019, durante los mandatos de Rajoy, se crearon tres millones de puestos de trabajo. El dinero con el que, según Iglesias, el Gobierno benefició a una supuesta clase privilegiada es un jodido invento, uno más de los habituales excrementos que vierte su imaginación insana.
En 2010, y dada la situación patológica de las cajas de ahorros, el entonces ministro de Economía Luis de Guindos pidió a la UE un rescate de 100.000 millones para sanear la banca semipública. Pero este dinero no fue a parar, como sugiere el mercachifle, a los ejecutivos, muchos de ellos juzgados y condenados por irregularidades y dolo. Fue empleado para limpiar el sector y proteger los depósitos de todos los españoles -preferentemente aquellos en situación más vulnerable y precaria-, que habrían perdido con seguridad sus ahorros si se hubiera permitido que las cajas quebraran, desatando una corrida bancaria letal y el pánico correspondiente. Por lo tanto, no fue un rescate a la banca sino un rescate en toda regla de los ciudadanos. Los 60.000 millones que finalmente se utilizaron del paquete solicitado sirvieron además para restablecer la función genuina de las entidades financieras, que consiste en prestar el dinero imprescindible para sostener e impulsar la actividad económica, incluida la hipotecaria.
Contra lo que dice el líder de Podemos a menudo, los bancos no tienen que devolver nada a la sociedad porque su recapitalización salvó al pueblo, por usar la terminología comunista
De manera que el señor Iglesias y su pareja no habrían podido adquirir su fastuoso chalé de Galapagar de no haber sido por el rescate bancario que critica sin cesar y que pone como ejemplo de lo que no se debió hacer, pese a encontrarse entre uno de sus más distinguidos beneficiarios. Para una persona normal y corriente, incluso un malvado como él, no hay acceso posible a la propiedad privada sin un préstamo bancario, en este caso de la Caja de Ingenieros, que habría desaparecido arrastrada por el contagio imparable de las quiebras que evitó el rescate de la banca. Contra lo que dice Iglesias a menudo, los bancos no tienen que devolver nada a la sociedad porque su recapitalización salvó al pueblo, por usar la terminología comunista. Por supuesto, tampoco las empresas con beneficios tienen que devolver nada a la sociedad, a la que ya sirven y satisfacen colmándola de los bienes y servicios que demanda y que las compañías producen. Ni tampoco el Gobierno tiene derecho a expoliar a los ricos que han ganado lícitamente su dinero gracias a su capacidad profesional, el valor añadido que aportan o su pericia para honrar las necesidades colectivas.
Pero como el capitalismo bien entendido no está presidido por el egoísmo, la codicia o el exclusivo afán de lucro, según afirman los comunistas, sino por la generosidad, por el placer de servir y también por el interés en la suerte de las comunidades que tienen la fortuna de disfrutarlo, en estos días aciagos tenemos miles de ejemplos de empresarios y de ejecutivos del sector de la sanidad, de la industria o de las finanzas prestando su ayuda o donando su dinero para combatir la pandemia -en medio de los escupitajos de Iglesias y de sus cuatreros-; ejerciendo la filantropía y la solidaridad verdadera, que es aquella que entraña coste personal, no la que surge por la coacción del Estado.
El fin del capitalismo
Como Iglesias, lo mismo que Sánchez, es un especialista en pescar en río revuelto, está aprovechando la pandemia para lanzar un mensaje invasivo sobre la importancia de fortalecer lo público, lo común, enfrentándolo expresamente con la presunta inferioridad moral de lo privado y de lo individual. Ya en su primer e insufrible sermón semanal, y presumiendo gratuitamente de la complicidad de la audiencia Sánchez, dijo aquello de “vamos a reconstruir la dimensión de lo público, vamos a fortalecer el Estado de Bienestar y la protección de los ciudadanos y de la economía, porque la sociedad está ahí, reclamando la fortaleza de lo público”. No, bonito. Yo me bajo de este tren.
Menudean estos días los estúpidos intelectuales de izquierdas afirmando con una seguridad granítica que esta pandemia va a suponer el fin del capitalismo, o que es una señal clara del fracaso del liberalismo. No, bonitos. No tengáis tanta prisa. Lo mismo se dijo con motivo de la crisis de 2008 y el capitalismo ha seguido inalterablemente vigoroso y robusto. Esta vez sucederá lo mismo por la sencilla razón de que la propiedad privada, el mercado y la libertad están inscritos en la naturaleza humana mientras el socialismo es una aberración moral que sólo conduce a la mediocridad y la pobreza.
Prohibir los despidos
El liberalismo clásico siempre ha defendido un Estado con poderes limitados cuya tarea básica es defender los derechos y asegurar las libertades individuales. Pero también ha abogado siempre por la intervención de los gobiernos en situaciones excepcionales que supongan un peligro para la vida y la salud de los ciudadanos, aunque sólo de manera temporal, nada que ver con el afán de perpetuación que albergan Sánchez e Iglesias. Debemos estar vigilantes y prestos a exigir que el poder extraordinario que se ha otorgado por desgracia sin resistencia a Sánchez se revierta lo antes posible.
En su fabulosa ignorancia, el vicepresidente Iglesias dice que esta crisis será distinta de la de 2008 porque “hemos prohibido los despidos, porque no vamos a dejar a nadie atrás, porque vamos a proteger a los más vulnerables, porque no va a ver desahucios”. Es una mentira colosal. Las malas decisiones del Gobierno van a multiplicar las suspensiones de pagos y las quiebras, y van a provocar un empobrecimiento terrible y general.
El PIB puede caer un 10% y el déficit y la deuda pública se van a disparar hasta niveles explosivos. El confinamiento tenía sentido para evitar el colapso de la sanidad no para detener la economía. Contra los mensajes de los fachendosos Iglesias y Sánchez, sólo saldremos de la recesión si se protege, favorece e impulsa a las empresas y al sector privado en vez de entorpecer con rigideces los ajustes que necesita o escatimar en la reducción de costes que precisa para sobrevivir. Nada nuevo bajo el sol. Lo demás es la reedición del viejo proyecto comunista que la evidencia empírica prueba como irremisiblemente destinado al fracaso y la penuria colectiva.
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