Vino a este mundo para cambiarnos la vida. Ocupó las calles para despertarnos de nuestro letargo. Se aposentó en el Gobierno, más allá de puntuales contradicciones, con la promesa en la cartera de un mundo mejor. Nada de eso se ha cumplido. Pablo Manuel Iglesias Turrión, vicepresidente segundo y ministro de Asuntos Sociales y Agenda 2030. Un puesto en el Consejo de Estado casi asegurado. Una vida de éxito culminada, ya parece evidente, por un estruendoso fracaso político. Un proyecto disuelto, un partido inexistente. En un tiempo récord Iglesias ha alcanzado hitos que en el PSOE tardaron en fraguar más de 120 años: anular el debate, expulsar a los críticos de los órganos de gobierno, convertir un instrumento de utilidad pública en una maquinaria de poder al exclusivo servicio del caudillo.
Edward Shils definió el populismo como un “elitismo invertido”, concepto que Daniel Innerarity traduce como “un modo de pensar que no se basa en la creencia de que el pueblo es igual que sus gobernantes, sino que es mejor que sus gobernantes” (“La política en tiempos de indignación”, Galaxia Gutenberg). Pablo Iglesias ya es, por méritos propios, un claro exponente vivo de esa lúcida tesis. No es el único, pero sí el más evidente. Si hay alguien que haya demostrado en la práctica la exactitud del aserto de Shils-Innerarity, ese ha sido Pablo Iglesias. Hoy estamos en disposición de afirmar, sin el menor asomo de duda, que Pablo Iglesias no es mejor que el pueblo al que pretende gobernar.
El de Iglesias es el perfil de un político de vuelo bajo que el único cambio real que ha gestionado con eficiencia es el que ha promovido una ostensible mejora de su propia circunstancia
Paso a paso, despropósito a despropósito, Iglesias ha terminado por confirmar la sabiduría de otro dicho, este más de andar por casa, utilizado en tiempos pretéritos para señalar la torpeza de algunos: “¡Tan bueno para los polinomios y tan malo para los ‘recaos’!”. Del 15-M Iglesias heredó un movimiento transversal, transformado después con gran destreza en una alternativa real a otras opciones de izquierdas y que incluso llegó a ilusionar a amplios sectores profesionales y de las clases medias. Hoy, lo que queda es una redundante ensoñación frustrada, un “moralismo inofensivo”, un programa inservible por irreal, un temible aparato de poder excluyente y vertical; ni rastro de aquella ilusión.
Y es que desde la autodestructiva confrontación con Íñigo Errejón a la complicidad con Bildu y los independentistas, pasando por el chalé de Galapagar, el tremendo error que cometió sentando a su compañera en la mesa del Consejo de Ministros o la creciente opacidad (por no ir más allá, de momento) en los procesos internos de elección de candidatos en el partido, la cadena de síntomas que apuntan a un irreversible proceso de descomposición de Unidas Podemos (UP) es interminable. Iglesias ya no toca tierra. El listado de desatinos, culminado el pasado domingo por unos resultados electorales catastróficos, en consonancia con la más pura lógica, dibuja el perfil de un político de vuelo bajo que el único cambio real que ha gestionado con indudable eficiencia es el que le ha proporcionado una mejora ostensible de su propia circunstancia.
Dice también Innerarity en el libro citado -y de lectura aconsejable- que “la indignación [entendida esta como movimiento político organizado] lo pone todo perdido de lugares comunes”. El problema al que ahora nos enfrentamos es que con el principal exégeta de la indignación en el núcleo del poder, ese riesgo puede transmutar y dejar de ser inocuo. De hecho, el riesgo es que, en su huida hacia adelante, Iglesias lo deje todo perdido, y no precisamente de lugares comunes. Tres apuntes:
- 1) Negociación con Europa: Pensar que la presencia de Unidas Podemos en el Gobierno no va a tener la menor influencia en la dura negociación sobre las condiciones que la Unión Europea va a exigir a España y otros países a cambio de los fondos para la reconstrucción, es de una alarmante ingenuidad. Cuanto más hable Iglesias del asunto, y puede hablar mucho, mayores serán nuestras obligaciones futuras.
- 2) Deterioro de la Monarquía: la pretensión de apresurar el debate Monarquía-República, aprovechando la filtración planificada de las deplorables prácticas que se atribuyen al rey Emérito, evidencia hasta dónde está dispuesto a llegar Iglesias, justo cuando más imagen de unidad debemos dar, para desviar la atención de otros asuntos y agarrarse a una de las pocas banderas que le quedan para compensar la vacuidad de su gestión.
- 3) Lo que nos espera en Cataluña: Lo ocurrido en Galicia y País Vasco, donde el descrédito de UP ha impulsado a BNG y Bildu, es un serio aviso de lo que puede pasar en Cataluña en las elecciones autonómicas de, probablemente, este próximo otoño: un corrimiento de tierras en el ámbito de la izquierda que fortalezca las opciones radicales y sitúe el porcentaje de voto a los partidos independentistas, por primera vez, por encima del 50 por ciento. Un nuevo drama, y no menor, que añadir a la colección de los provocados por nuestro insigne “salvador”.
Garantía de inestabilidad
Galicia, Euskadi y el tétrico episodio de la apropiación temporal de la tarjeta SIM de Dina Bousselham, han puesto de relieve que Podemos es una nave a la deriva, gobernada a distancia por un patrón que, con avispada antelación, decidió abordar, por lo que pudiera pasar, otro barco para ponerse a resguardo. Y ahora, una vez ocupado un confortable camarote en Preferente, Pablo Iglesias no tiene la menor intención de abandonar el buque. En el entorno de Pedro Sánchez hay quien insiste en que es mejor así, que Iglesias fuera del Gobierno es una garantía de conflicto. Pero poco a poco aumenta el número de quienes opinan lo contrario; de los que piensan que Iglesias ya no tiene tanta capacidad de arrastre en la calle, y de que con él dentro del Ejecutivo lo único que está asegurado es (1) una salida de la crisis más lenta y penosa de lo inicialmente previsto; (2) mayor inestabilidad; y (3) la aceleración del deterioro de la marca PSOE, diga lo que diga la cocina de Tezanos. Aló, presidente.