Primer síntoma. Pablo Iglesias se va a Bolivia y en una emocionada declaración asegura estar allí orgulloso de representar a España y a los españoles. Mentira, a España la estaba representando el Rey, y a los españoles también. Uno querría que dejaran en paz a Felipe VI, que le dejen hacer su trabajo. Y sobre todo, que le respeten. Uno querría, pero ya sé que no va a ser, no ver al Rey fotografiado al lado de alguien que dice representarme en Bolivia. A mí Pablo Manuel Iglesias no me representa, el Rey sí, desde luego.
Segundo síntoma. El mismo representante de sí mismo, vicepresidente por obra y gracia de un presidente de un partido ya inexistente, firma un papel en contra de la extrema derecha golpista. Lo hacen justo ahora que acaban de echar a Trump. Y firma ese papel alguien cuyas desconcertantes relaciones con Venezuela e Irán son eso, desconcertantes hasta que no sepamos toda la verdad.
¿A qué se dedica Zapatero?
Tercer síntoma. Ese papel, con las firmas de Evo Morales, del griego Tsipras, el ecuatoriano Rafael Correa, o el insumiso francés Melenchón lleva también la de Rodríguez Zapatero, lo que hace que nos preguntemos por su presencia allí. ¿Qué hace el expresidente en este momento y en ese lugar? En una radio un tertuliano pronuncia la palabra: “Negocios”. Pero yo, caro Iván Redondo, no lo sé. Preguntar no es faltar, no me vayas a acusar de desinformar. La firma de Zapatero en un papel que además dice o sugiere la necesidad de controlar a los medios de comunicación resulta congruente con la situación de España. De aquellos polvos estos lodos.
Cuarto síntoma. Ese documento cargado de guiños populistas y antidemocráticos inaceptables lo firma Iglesias como gobernante, es decir como vicepresidente del Gobierno. Y a esta hora en La Moncloa nadie ha dicho nada. El silencio de los corderos habitual. Fiat volutas tua. Que se haga tu voluntad. La de Iglesias, claro.
Iglesias, el defensor de la democracia
Quinto síntoma. Que Iglesias hable con la tranquilidad y prosopopeya habitual de aquel que pronuncia las mayores sandeces, cuando no barbaridades, sin que le tiemblen los zarcillos en las orejas, y hable de la necesidad de defender la democracia me desconcierta, y hace que, una vez más, me pregunte en qué manos estamos.
Leo en ese papel que dice defender la democracia que “una corriente de extrema derecha expande a nivel global la mentira y la difamación sistemática de los adversarios”. Más aún: “La mayor amenaza para nuestros sistemas democráticos es la ultraderecha golpista y el comportamiento de determinados poderes mediáticos que desprecian la verdad”.
La verdad, oigan ustedes, en boca de este señor de extrema izquierda, un leninista de libro, que hace unos días amenazó:
-Ustedes, los del PP, no volverán a formar parte del Consejo de ministros.
Margarita Robles, de lo poco que hay con fuste en el Gobierno, y supone uno que con algo de vergüenza por compartir silla en el mismo Gabinete, ha intentado mediar afirmando que “el Gobierno no debe velar por lo que dicen los medios”. O sea, una nueva solemnización de lo obvio. Pero lo obvio aquí es ya un titular de portada. Menos es nada.
Sexto síntoma. El PSOE acuerda con los independentistas republicanos catalanes y la extrema izquierda podemita que el castellano deje de ser lengua vehicular en la enseñanza en Cataluña. Siempre pensó uno que desmontar la arquitectura del Estado necesitaba de indolencia, tiempo y sutilezas. Aquí, no. Entra el elefante en la planta de menaje de El Corte Inglés, pero, por lo que se ve, sólo la prensa lo ha visto.
El PSOE existe (y existió)
Esa prensa maldita que desinforma y que hay que controlar. Joaquín Leguina se enfada mucho cuando asegura que el PSOE no existe, que es sólo una sigla propiedad de un señor llamado Pedro Sánchez. Se equivoca. El PSOE existe, aunque no le guste al expresidente madrileño. Como existía cuando Largo Caballero colaboró con la dictadura de Primo de Rivera o cuando en el 34 su Comité Nacional dijo aquello de “asaltar el poder por los medios que sean”. Claro, que existe el PSOE. Este y el de Leguina, Corcuera, González y Rodríguez Ibarra -y unos poquitos más-, clamando en el desierto. Sucede, sin embargo, que la inefable Adriana Lastra, síntoma y despropósito del sanchismo, tiene más predicamento que la voz junta de estos cuatro veteranos socialistas. De estos que hablan y de los muchos que callan. En eso estamos.
Iván Redondo: esto es verdad, esto no
Séptimo síntoma. El de un país que ha dado por bueno que sea el lobo el que cuide a las ovejas. Imposible entender otra cosa si Iván Redondo, toda una factoría andante de desinformación, está llamado a presidir la Comisión contra la desinformación. Los periodistas, los que no escriben al dictado del que manda están para eso, para denunciar lo que no es verdad. Los que escriben al dictado y hablan en las tertulias a golpe de guasap que llega de los partidos, son otra cosa, amanuenses del sistema.
Supone uno que con el libelo que Iglesias le ha montado a la desmemoriada Dina Bousselham está en otra cosas. ¿O no? Nos dicen a qué hora tenemos que volver a nuestra casa, cuántos comensales podemos juntarnos en un almuerzo y ahora van a velar por lo que es o no verdad. Y esto en un estado de alarma que limita libertades fundamentales. ¿De verdad Iglesias ha firmado un papel para defender la democracia?
Octavo síntoma. Si el Gobierno mantiene contra viento y marea ante le descreimiento general de sindicatos, CEOE, Banco de España, la Unión Europea y la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal española) que su presupuesto es fiable y sólido, ¿esto es desinformación, sí o no? Y si se enroca en que los muertos por la pandemia son 30.000 y no el doble como le dicen solventes organismos, ¿es desinformación o no?
¿Está por ahí Gila? Que que se ponga
Noveno síntoma. Lo bueno del humor fino e inteligente es que no pasa. Gila fue uno de los grandes, y además con gran capacidad para los pronósticos. Me manda un amigo una viñeta suya en la que un atribulado periodista frente a una máquina de escribir dice,
-Voy a escribir un artículo sobre la libertad de prensa.
A su lado, un señor vestido de negro le espeta,
-Bueno, yo te dicto.
Décimo síntoma. Ese ministro de aire y verbo municipal, orgulloso comunista que lleva explorando semanas la forma de bajar el IVA a las mascarillas sin dar con ella -buen trabajo, ministro-, acaba de asegurar que pese a la llegada de Biden la democracia está en peligro. Eso, que no sale uno de su apoteosis.
Y una simple conclusión. Es verdad que el equilibrio entre memoria y olvido es difícil y molesto, pero nunca como ahora es más urgente distinguir una cosa de la otra. Suceden tantas cosas a la vez que el olvido es una invitación permanente capaz de anular nuestra capacidad de sorpresa. Y de cabreo, también. Por ahí se cuelan aquellos que firman papeles en defensa de una democracia que sólo existe en sus cabezas.
Leo en el último libro de Andrés Trapiello, Madrid, -uno de esos libros que no se quiere terminar nunca-, que Ramón Gaya le decía que “si no se va a peor se va a mejor”. Y uno cree que Gaya tenía razón, pero según, dónde, cómo y con quién.
El problema, una vez más, es que vivimos en un país en el que los tres penaltis pitados al Real Madrid preocupan más que los sutiles movimientos de un Gobierno progresista apoyado en partidos nacionalistas, y del que forman parte antiguallas políticas y guerracivilistas a los que, por lo que vemos, el personal no termina de tomarse en serio. ¡Ay la España eviterna de la que hablaba Azorín, dónde estará si es que alguna vez estuvo! ¿Dónde?
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