Opinión

Pensamientos ilícitos

Sin la discusión de toda clase de ideas no sería posible la formación de una opinión pública informada y libre, esencial para el funcionamiento de las instituciones representativas

‘Si fuera tan fácil mandar sobre las mentes como sobre las lenguas’, la tarea de gobernar a los hombres sería mucho más sencilla, escribió Spinoza, ‘puesto que todos vivirían según el parecer de los que mandan y juzgarían lo que es verdadero o falso, bueno o malo, justo o injusto de acuerdo exclusivamente con sus mandatos’. No sólo sería más sencillo, sino que los gobernantes ejercerían el dominio más completo con seguridad, a sabiendas de que sus súbditos nunca pondrían en cuestión su autoridad. Es una lástima para ellos que tal cosa, además de indeseable, sea del todo punto imposible. Pues cada cual, según añadía el filósofo, cree poseer suficiente juicio para juzgar las cosas por sí mismo, sin que poder alguno pueda disuadirlos de lo contrario, y como resultado ‘existe tanta diferencia entre las cabezas como entre los paladares’.

Se acuerda uno de Benedicto Spinoza cuando escucha las declaraciones de algunos miembros del gobierno de estos días. En la primera sesión de control al gobierno en el Congreso de los Diputados, la parlamentaria de Vox, Mireia Borrás, preguntó a la ministra para qué sirve el Ministerio de Igualdad. A lo que Irene Montero no tuvo empacho en responder de esta manera: "Sirve para que todos los españoles sepan que los que piensan, como ustedes dicen, que la violencia no tiene género, están fuera de la ley". Se comprende que las palabras de Montero hayan causado estupor e indignación. No parece un detalle baladí que una ministra se permita en sede parlamentaria proscribir ciertas opiniones políticas, declarándolas fuera de la ley. Ni es un caso aislado, pues también hemos visto a otros miembros del ejecutivo y portavoces parlamentarios adelantar una posible reforma del Código Penal para convertir en delito ciertas opiniones, como la apología del franquismo.

Se trata de derechos individuales que forman parte del núcleo del orden constitucional, pues sin ellos no sería posible una sociedad libre

En esta columna he reiterado que la Constitución ampara la manifestación de toda clase de opiniones, por nocivas, repulsivas o antidemocráticas que nos parezcan, incluidas las que son contrarias a la propia Constitución. No sólo los pocos franquistas que queden se han beneficiado de ese amparo, sino también la izquierda abertzale y los secesionistas catalanes; por no mencionar al mismo vicepresidente segundo, cuya carrera política está jalonada por declaraciones contra la ley fundamental, al menos antes de abonarse a su lectura sui generis. De acuerdo con la doctrina del Tribunal Constitucional, cualquier pretensión del legislador por convertir en delito ciertas opiniones o su difusión tropieza con el límite infranqueable que representan ciertos derechos fundamentales como la libertad de pensamiento, o de conciencia, y la libertad de expresión. La razón no es difícil de entender. Se trata de derechos individuales que forman parte del núcleo mismo del orden constitucional, pues sin ellos no sería posible una sociedad libre. De ahí la importancia de blindarlos constitucionalmente frente a las veleidades legislativas de mayorías cambiantes.

En el mismo sentido se ha pronunciado reiteradamente el Tribunal de Estrasburgo, encargado de aplicar e interpretar la Convención Europea de Derechos Humanos, para el que la libre difusión de información y opiniones constituye la savia misma de un régimen democrático. Sin la discusión de toda clase de ideas no sería posible la formación de una opinión pública informada y libre, esencial para el funcionamiento de las instituciones representativas y el control de los gobernantes. De ahí la necesidad de proteger adecuadamente la libertad de pensamiento y expresión. Todo esto tendría que ser sonar familiar a cualquier ciudadano, no digamos ya a líderes políticos y miembros del Gobierno.

Un Estado libre

Poca novedad hay aquí. Nada menos que en 1670 escribía Spinoza que en un Estado libre ‘es contrario a la libertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual, coaccionándolo de cualquier forma’. Lo escribía al comienzo de su Tratado Teológico-Político, auténtico semillero de muchas de las ideas que se difundirían con la Ilustración, cuyo objetivo fundamental era demostrar ‘que en un Estado libre está permitido que cada uno piense lo que quiera y diga lo que piense’, como reza su último capítulo.

Para Spinoza, como para tantos autores después de él, ambas libertades van inextricablemente unidas, pues no hay solución de continuidad entre pensar lo que uno quiere y manifestar a otros lo que uno piensa. La libertad de expresión es continuación natural de la libertad de pensamiento y al mismo tiempo el elemento en el que ésta puede desenvolverse, por lo que es imposible disociarlas. Ello ha tenido como efecto que las discusiones sobre la libertad de conciencia o de pensamiento tienden a desarrollarse a menudo en el terreno más controvertido de la libertad de expresión, como se ve en los párrafos anteriores, quedando por así decir a la sombra de esta última. Sin embargo, hay diferencias significativas entre estas dos libertades.

El filósofo de Ámsterdam marca la diferencia cuando señala que se puede controlar hasta cierto punto las lenguas de las personas con leyes y castigos, pero difícilmente mandar sobre sus mentes y determinar lo que piensan. Nuestro autor es tajante al respecto: ‘nadie puede transferir a otro su derecho natural o su facultad de razonar libremente y de opinar sobre cualquier cosa, ni ser forzado a hacerlo’. Si algo se acercaría a un derecho absoluto e inalienable es precisamente ese derecho natural, que no admite límites ni renuncia. La razón que da Spinoza es sencilla pero contundente: por mucho que lo intenten, los gobernantes no pueden penetrar en el fuero interno de las personas por medio de la espada; simplemente no tienen derecho a lo que por imposible escapa a su poder. Con amenazas y sanciones pueden obligarme a callarme lo que pienso, pero no a que piense como ellos, tomando por verdadero lo que es falso o por justo lo que a todas luces me parece injusto.

Cada individuo renuncia únicamente a obrar según le parezca cuando su conducta sea contraria a la ley común, pues ello es necesario para preservar la paz y la seguridad de todos, pero nunca a razonar

De lo que se sigue para el filósofo una conclusión inevitable: se puede legislar sobre los actos pero no sobre los pensamientos, que son libres. En un Estado democrático donde todos nos sometemos a las mismas leyes, cada individuo renuncia únicamente a obrar según le parezca cuando su conducta sea contraria a la ley común, pues ello es necesario para preservar la paz y la seguridad de todos, pero nunca a razonar y juzgar por cuenta propia. Ahí hay un límite que los poderes públicos no pueden traspasar y, mal que le pese a Montero, nadie puede ser declarado fuera de la ley por lo que piensa. Con ello Spinoza no hacía otra cosa que recordar un viejo principio romano: Cogitationis poenam nemo patitur.

En las circunstancias de su tiempo, el filósofo pensaba sobre todo en las disensiones religiosas cuando sostenía que el régimen más tiránico y violento es aquel que pretende regir sobre las mentes, pues no cabe mayor opresión e injuria por parte de un gobernante que ‘dictar a cada cual qué debe aceptar como verdadero o rechazar como falso’. Pero es difícil no ver el eco de las palabras de Spinoza en la novela 1984, la distopía con la que Orwell describe el totalitarismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Como le explica O’Brien, el oficial a cargo de los interrogatorios, a Winston, no hay otra verdad que la que decida el Partido. Quien disiente de esa verdad oficial delinque, aunque sea de pensamiento. No en vano O’Brien forma parte de la ‘policía del pensamiento’, pues ‘a los ojos del Partido no hay distinción entre los pensamientos y los actos’.

Quebrantar el pensamiento

Hay un episodio crucial (cuidado: spoilers) en esa fantasía sobre el poder omnímodo que no resulta verosímil. Antes de ser detenido, Winston había escrito en su diario que ‘la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro’. Pero la ambición de O’Brien no es que Winston diga otra cosa, sino que lo crea; por eso se emplea a fondo con la tortura hasta hacerle ver que dos más dos pueden ser cinco, o tres, incluso a veces cuatro, si así lo dice el Partido. Las largas sesiones de tortura no tienen como propósito obtener información sobre otros disidentes, ni hacerle confesar, sino destruir al prisionero por dentro, convirtiéndolo en ‘una cáscara vacía’. Para ello hay que romper sus lazos de afecto, haciendo que traicione a Julia, de quien está enamorado, pero sobre todo hace falta quebrantar su pensamiento del tal forma que llegue a creer que dos más dos son cinco, o cualquier cosa que se le mande. Sin embargo, el éxito de O’Brien en ese punto resulta dudoso por las razones expuestas por Spinoza. Con la tortura se puede conseguir que uno diga que dos más dos son cinco, o que finja que lo cree, hasta que se esfuerce por creerlo, pero no que lo juzgue verdadero por más sufrimiento que inflijan.

Con todo, el episodio de Orwell revela una cosa importante: que algo decisivo acerca de nuestra humanidad radica en esa capacidad de juzgar por cuenta propia, examinando lo que es verdadero y falso, bueno y malo. Vendría a ser el reducto último de nuestra autonomía personal, a falta del cual no seríamos más que pobres peleles como Winston al final de la novela. Según Spinoza, nada es más contrario a la naturaleza humana que tratar de violentar esa facultad de razonar libremente. De ahí que la importancia de la libertad de pensamiento no se agote en su contribución al florecimiento de una esfera pública democrática, pues de ella dependen nuestra independencia y dignidad como personas.

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