Opinión

'Il Cavaliere'

Hace pocos días escribía Vicente Fernández de Bobadilla, grandísimo periodista y a pesar de eso gran amigo, que al fin ese hombre acabó estirando la pata. Y que probablemente eso era lo único que le quedaba por estirar. Otro amigo del

Hace pocos días escribía Vicente Fernández de Bobadilla, grandísimo periodista y a pesar de eso gran amigo, que al fin ese hombre acabó estirando la pata. Y que probablemente eso era lo único que le quedaba por estirar. Otro amigo del alma y compañero aquí, Óscar Sainz de la Maza, escribió alguna vez que, en los últimos años, el rostro de ese señor se había convertido en algo muy parecido a las caretas que suelen llevar los atracadores en las películas. Yo le contesté que bien podía habérsele aplicado la inolvidable frase que una vez le dijo Oprah Winfrey a Madonna: “Deja de operarte la cara y deja el botox. Asustas a los niños”.

Siempre fue fácil hacer chistes sobre Silvio Berlusconi. Mejores o peores, hay cientos. Él mismo propiciaba eso y consideraba que las gracietas, las bufonadas, las provocaciones gratuitas y las salidas de patas de banco (tan frecuentes en él) eran parte indispensable de su papel como político: “Cuando estoy en público tengo que hacer un chiste cada diez o quince minutos”, decía, “por eso me los preparo antes”.

Lo vi varias veces en los últimos meses: la enfermedad, las incontables operaciones y desde luego la edad convirtieron aquella sonrisa en una mueca que ponía los pelos de punta

Su intención era seguir cayendo simpáticos a los suyos (de los demás ni se preocupaba), pero en los últimos tiempos eso se convirtió en algo terriblemente difícil. Empeñado en sonreír siempre, estuviera donde estuviese, su sonrisa se volvió contra él. Lo vi varias veces en los últimos meses: la enfermedad, las incontables operaciones y desde luego la edad convirtieron aquella sonrisa en una mueca que ponía los pelos de punta.

Enseñaba los dientes de la mandíbula superior, artificialmente blancos, y con ellos se mordía levemente el labio inferior, mientras empujaba las mejillas hacia los lados. No hacía nada más: iba y venía, si acaso saludaba con la mano, pero no cambiaba la cara durante minutos y minutos. Era terrible ver aquello. De pronto pensé que tenía la sonrisa de alguien que ya se ha muerto o que se va a morir muy pronto. No es tan raro eso, pero es muy llamativo. Le pasa, por ejemplo, a Ione Belarra: cuando sonríe a boca llena le sale una sonrisa enfermiza, mortecina, que da algo de miedo. Si ustedes recuerdan el dibujo que Antonio Buero Vallejo hizo del rostro muerto de Miguel Hernández, en marzo de 1942, entenderán lo que digo: es esa misma sonrisa. Y lo peor de todo es que empieza a pasarme también a mí. Lo veo en las fotos que me hacen y en el espejo del baño. Pero sigamos.

¿Qué era lo que quería Berlusconi? Por encima de todo, el poder. Pero no el poder político, que para él no era más que una parte: él ansiaba todo el poder, y con él la popularidad y el dinero. Y lo quería para siempre, lo cual explica algunas decisiones aparentemente extrañas que tomó.

El poder eterno, no discutido por nadie, ha sido la obsesión de muchos tiranos a lo largo de la historia, desde Hitler con su “Reich de los mil años” hasta Constantino el Grande. Pero ninguno tuvo ni los medios adecuados ni, sobre todo, el talento de Berlusconi para imaginar un imposible… y llevarlo a cabo. Los medios fueron, en esencia, sus cadenas de televisión. Y el imposible que intentó era nada menos que la creación de una sociedad a su medida. Él habría dicho “un pueblo”.

El imperio televisivo construido por Berlusconi tiene un objetivo nunca confesado (al menos no con estas palabras), pero evidente: el embrutecimiento del espectador. Su anestesia. La anulación de su capacidad de reflexionar. Esto es imposible de conseguir con quienes están ya habituados a pensar por sí mismos, pero no es demasiado difícil con el amplio sector de la población que prefiere, por decirlo suavemente, no complicarse la vida con problemas difíciles, y sobre todo con problemas de otros. Si eso se mantiene durante dos o tres generaciones, el éxito no es una quimera.

Por eso Berlusconi hacía chistes y decía premeditadas burradas sobre los gais, sobre el culo de Angela Merkel, sobre lo que se terciase, con tanta frecuencia: para que la gente se riera

La programación de las cadenas de Berlusconi se basaba en eso: el entretenimiento fácil, constante, que no exige del espectador el menor esfuerzo, que le atontolina con problemas domésticos de personajes creados ex profeso y que le deja en la cabeza una sensación de laxitud, de risa fácil. Ese entretenimiento se volvía (se vuelve) muchas veces grosero, estrambótico o chocarrero: pero no pasa nada por eso, el espectador aprende a tragarse eso también y a reírse por la sencilla razón de que todo el mundo lo hace, o al menos el segmento de población al que él pertenece. Por eso Berlusconi hacía chistes y decía premeditadas burradas sobre los gais, sobre el culo de Angela Merkel, sobre lo que se terciase, con tanta frecuencia: para que la gente se riera. Para que perdiera el pudor de reírse de lo que siempre se le dijo que no era motivo de broma. Para que perdiese la vergüenza y cayese en la desvergüenza.

De ahí a que la sociedad berlusconizada acabe votando, en las elecciones, no al que consideran mejor por sus méritos o por sus ideas, sino al que les hace más gracia, porque se les ha convencido de que todo lo demás, lo que necesitan para vivir, lo tendrán siempre, de un modo u otro. Esa es la razón por la que Berlusconi llegó varias veces a la presidencia del Gobierno: era el que les hacía reír con su desvergüenza, con su falta de pudor. Esa es la razón por la que nunca hubo forma de acabar con él: las orgías bunga bunga con menores, la exhibición del despilfarro, las conexiones con la mafia, sus desafueros económicos y su absoluta impudicia a la hora de mentir no provocaban indignación. En la sociedad creada por él durante muchos años, lo que suscitaban era envidia. “Haga lo que haga, ¡no le pillan!”, se reían sus cada vez más numerosos admiradores.

Todo esto ¿tiene un nombre? Desde luego que sí. Se llama populismo. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, como decía Von Clausewitz, el populismo es la destrucción de la política. O al menos de la democracia. Europa no veía un fenómeno semejante desde Mussolini, que inventó el fascismo: algo parecido, pero en un contexto social y económico mucho más dramático que el de estas últimas décadas.

Berlusconi logró mezclar, en un totum revolutum en el que lo único que no cabía era la reflexión, cosas tan distantes (hasta entonces) como la política, el entretenimiento y hasta el fútbol: a mediados de los 80 se compró el equipo de su ciudad, el AC Milan, y acabó bautizando a su partido con el eslogan futbolístico de la selección italiana: Forza Italia, una prueba más de que en su mundo todo daba igual y que el cerebro no era necesario: solo el corazón, solo el sentimiento.

Le salieron imitadores de muchas clases, caracteres y tamaños. En España se intentó, con notable éxito también, la berlusconización de la sociedad, de la televisión y de la política

Tuvo un gran éxito, eso hay que admitirlo. Barrió a la derecha tradicional italiana (la antigua Democracia Cristiana) y ocupó su sitio, lo cual era peligrosísimo desde el punto de vista institucional y democrático, pero ¿qué más daba? ¡El tipo tenía mucha gracia! Le salieron imitadores de muchas clases, caracteres y tamaños. En España se intentó, con notable éxito también, la berlusconización de la sociedad, de la televisión y de la política. Los primeros y más chuscos epígonos que le salieron fueron Jesús Gil y José María Ruiz-Mateos. Con el tiempo aparecieron otros mucho más peligrosos, y no lo digo por Belén Esteban, a quien algunos sondeos atribuían hace años varios millones de votos (tercera fuerza política) si se presentaba a las elecciones.

También en otros países: el fenómeno Trump es, entre otras muchas cosas, la intensificación hasta el delirio del modelo Berlusconi (el mismo cavaliere estaba muy orgulloso de ello), incluyendo el manejo de las televisiones. Y personajes como Matteo Salvini, Beppe Grillo, los franceses Le Pen y Mélenchon, el británico Farage, Giorgia Meloni o nuestro castizo Abascal (sin olvidar a la olvidable Macarena Olona) son más que evidentes alumnos de ese hombre. Da lo mismo que sus ideas políticas (cuando las hay, que no siempre) no sean exactamente las mismas que las del precursor ahora fallecido. Sus métodos sí lo son, y su objetivo también: acabar con lo que desde el final de la segunda guerra mundial llamamos todos democracia y sustituirla por lo que se llama “populismo”, que no funciona con la cabeza sino con las tripas.

Falta por ver qué sucederá ahora. Al imperio económico de Berlusconi, que él tanto cuidó porque era la base de su “poder perpetuo”, se le acercan numerosas hienas, porque es sabrosísimo; veremos qué hacen sus hijos con él, aunque la perspectiva de mantenerlo unido es casi una ilusión. Es probable que su partido colapse sin él. Y es imposible saber quién ocupara ese espacio.

Il Cavaliere pasará a la historia. Quizá no como él habría deseado, pero sin duda pasará a la historia. No se merece menos quien consiguió crear una sociedad, o mejor dicho un pueblo, donde antes había algo tan difícil de conseguir como una ciudadanía.

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