Opinión

Ilegal, nulo y sin efecto

El papel de la Justicia como controlador del poder Ejecutivo es asunto zanjado en el Reino Unido. El Supremo británico ha puesto punto final al debate

‘El consejo fue ilegal. Lo que significa que fue nulo y sin efecto’. Es la conclusión de la sentencia del Tribunal Supremo del Reino Unido en el caso Miller/ Cherry [2019] UKSC 41, decidida por unanimidad en un panel de once jueces y leída en publico por Lady Hale, actual presidenta de la Corte, el pasado 24 de septiembre. El asunto juzgado es de la mayor importancia política, pues se refiere a la decisión de suspender el Parlamento británico durante cinco semanas. Oficialmente la decisión es una prerrogativa de la Corona, pero esto no deja de ser una formalidad. Es el gobierno quien recomienda la suspensión y, de acuerdo con la costumbre, el monarca se limita a seguir el consejo del primer ministro.

La suspensión (prorogation) de la actividad parlamentaria viene a poner fin al actual periodo de sesiones. El siguiente periodo se inicia con el conocido discurso de la Reina, que prepara el gobierno para presentar su nueva agenda legislativa. En el intervalo, obviamente, ninguna de las dos cámaras puede reunirse, aprobar leyes o plantear preguntas al gobierno. Lo inusual en el presente caso es la duración de la suspensión acordada, desde el 9 o 12 de septiembre hasta el 14 de octubre, más larga de lo habitual. Y las circunstancias políticas excepcionales en las que se plantea, a pocas semanas del Brexit.

A menos que el Gobierno británico solicite una prórroga antes, el próximo 31 de octubre el Reino Unido saldrá oficialmente de la Unión Europea. Pero no hay acuerdo para una salida ordenada de la UE, que establezca el marco de las futuras relaciones, pues el negociado por el gabinete de May fue rechazado tres veces en los Comunes por clara mayoría. El nuevo primer ministro, ‘Mr. Brexit himself’ como alguien lo llamó, parece creer que la UE se avendrá a negociar un nuevo acuerdo ante la amenaza de no deal y prepara una salida sin acuerdo, probablemente caótica. Para ello, sin embargo, no dispone de mayoría en la Cámara de los Comunes, donde hay más parlamentarios a favor de una salida con acuerdo; otra cosa es que se pongan de acuerdo en la clase de acuerdo deseable. En el torbellino del Brexit, la suspensión es vista como una añagaza de Boris Johnson para zafarse del control del Parlamento y dejar a sus adversarios sin margen de maniobra ante la salida inminente.

Judicialización de la política

Naturalmente, el Gobierno de Johnson lo negó, alegando que la suspensión nada tiene que ver con el Brexit, sino con consideraciones de política doméstica: el propósito es sacar adelante el ambicioso programa legislativo del nuevo gobierno, abriendo un nuevo periodo de sesiones. Los representantes del gobierno han insistido además en que estamos ante una decisión política, tomada por el premier en el ejercicio de sus atribuciones, y sobre ella nada tienen que decir los tribunales. De hacerles caso, sería un ejemplo de la denostada ‘judicialización de la política’, la intromisión de los jueces en asuntos políticos ajenos a su jurisdicción.

La sentencia del Tribunal Supremo, escrita con admirable claridad, responde a tal objeción, recordando cuál es el papel de los jueces en una democracia constitucional. Con independencia de lo que nos interese la política británica, la cuestión es relevante para los españoles. En nuestro país no faltan quienes critican la judicialización de la vida política, como hemos oído y seguiremos oyendo a propósito de la situación en Cataluña. El asunto concierne a la separación de poderes en un régimen democrático, nada menos. Por ello, la sentencia del alto Tribunal puede leerse como un estupendo ejercicio didáctico, capaz de explicar en veinticuatro páginas la arquitectura compleja de una democracia parlamentaria.

Para empezar, la sentencia señala que los actos del Gobierno, como los del Legislativo, están sujetos a revisión judicial (judicial review), siendo responsabilidad de los tribunales supervisar la legalidad de sus decisiones. Como explican los jueces británicos, que una disputa legal afecte al comportamiento de los políticos, o se refiera a un asunto políticamente controvertido, nunca es razón para que un tribunal se abstenga de considerarlo. Con ello no hacen más que recordar uno de los pilares del Estado de Derecho: que los poderes públicos tienen un fundamento legal y su ejercicio está sujeto en todo momento a los límites que marca la ley, siendo nulo y sin efecto fuera de ellos. Y es obligación de los jueces velar por que no traspasen esos límites. No está de más el recordatorio.

Tampoco les convence el argumento de que el primer ministro ha de rendir cuentas ante el Parlamento (otros dirían que ante el electorado o el pueblo) y no ante los jueces. Pues lo primero no excluye lo segundo. Si corresponde al Parlamento juzgar políticamente la acción del gobierno, de la legalidad de sus actos debe responder ante un tribunal. Que los jueces cumplan su función de acuerdo con la Constitución no atenta contra la división de poderes, como alegan los abogados del Gobierno; por el contrario, viene a mostrar en qué consiste.

Lo que hacen los jueces británicos es asegurarse de que el Gobierno no usa indebidamente sus atribuciones y de esa forma garantiza que el Parlamento pueda cumplir con las funciones que tiene encomendadas

¿Cómo determinar entonces si la decisión de suspender el Parlamento fue lícita? Para examinar la cuestión los jueces echan mano de los principios constitucionales, que no sólo atañen a la protección de los derechos individuales, sino al modo en que se regulan los poderes públicos y se relacionan entre sí. De ellos hay dos relevantes para el caso. Por una parte, la soberanía parlamentaria, de acuerdo con la cual el Parlamento tiene la suprema potestad legislativa y todos, Gobierno y jueces incluidos, han de cumplir con sus leyes. Por otra parte, puesto que el Gobierno no es elegido directamente por los ciudadanos, sino por sus representantes en el Parlamento, su legitimidad democrática depende enteramente de que obtenga o conserve la confianza de la Cámara. Esto significa que es responsable (accountable) ante ella, quien tiene como una de sus funciones principales el escrutinio y control de la acción del gobierno.

Si atendemos a estos dos principios, que conforman el núcleo de una democracia parlamentaria al estilo de Westminster, la facultad de suspender el Parlamento ha de tener límites legales; de otro modo podría ser usada para impedir u obstaculizar su función legislativa o su capacidad de controlar al gobierno. La decisión será, por tanto, ilícita en la medida en que ‘tenga el efecto de impedir o frustrar, sin justificación razonable, la capacidad del Parlamento para llevar a cabo sus funciones constitucionales como legislatura y como cuerpo político encargado de controlar al ejecutivo’. El juicio del Tribunal es que la decisión del primer ministro tiene ese efecto y que la anormal extensión de la suspensión en las circunstancias actuales carece de justificación razonable. De ahí que sea ilegal, además de justiciable.

Hay una estupenda ironía en todo este asunto, como no se le escapará a quien lea la sentencia. Quienes hablan de ‘judicialización de la política’ consideran que los jueces se extralimitan en sus funciones, entrando en cuestiones políticas que conciernen sólo a los representantes del pueblo. De eso ha habido antes y después de la sentencia. En este caso, sin embargo, lo que hacen los jueces británicos es asegurarse de que el Gobierno no usa indebidamente sus atribuciones y de esa forma garantiza que el Parlamento, como asamblea democrática elegida por los ciudadanos, pueda cumplir con las funciones que tiene encomendadas de legislar y controlar al gobierno. Lejos de romper el equilibrio de poderes, como dicen los partidarios del Gobierno, la decisión del Supremo ampara efectivamente la separación de poderes, refuerza el papel del Parlamento en un momento crucial y, no menos importante, afianza la idea del imperio de la ley. No es lección desdeñable. Que los jueces hagan valer los principios del orden constitucional no restringe la democracia, sino que protege su ejercicio efectivo.

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