En su Introducción a la filosofía, publicada en 1947, Julián Marías establecía una tipología de “relaciones del hombre con la verdad”. El cuarto tipo de relación, consistente en “vivir contra la verdad”, era a su juicio el “dominante en nuestra época”. Si se repara en las características de la época en cuestión, marcada por el ascenso y triunfo de los totalitarismos y coronada por la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, se entenderá que ese tipo de relación fuera entonces el dominante. Así lo describía Marías: “Se afirma y quiere la falsedad a sabiendas, por serlo; se la acepta tácticamente, aunque proceda del adversario, y se admite el diálogo con ella: nunca con la verdad. Esta es sentida por innumerables masas como la gran enemiga, y contra ella es fácil lograr el acuerdo”.
A comienzos del presente siglo, poco después de la destrucción de las Torres Gemelas, Marías volvía sobre el asunto –o sea, sobre la tipología de relaciones y, en concreto, sobre el cuarto tipo– en una conferencia. En ella advertía del peligro que entrañaba la aparición de las nuevas tecnologías, en tanto en cuanto abrían la puerta a una comunicación masiva y no mediada donde la mentira podía sentar fácilmente sus reales. Veinte años más tarde, es evidente que el crecimiento exponencial de las redes sociales y su impacto en la política y en la vida pública en general han venido a confirmar sus peores augurios. Hoy en día, cuando algún político se planta frente a un micrófono para hacer declaraciones, ya casi damos por sentado que, mientras no se demuestre lo contrario, cuanto dirá será mentira –o, concedámoslo, una verdad a medias–.
Acaso una de las grandes aportaciones del actual presidente del Gobierno a la historia política española contemporánea haya sido la desfachatez con que falta a la verdad
A ese descrédito de la verdad han contribuido, sin duda, personajes como Donald Trump. Pero no sólo él, claro. Aquí en España, desde la llegada de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno, nuestra clase política ha experimentado también un considerable subidón en el manejo compulsivo de la mentira. Y, en especial, aunque no únicamente, la ocupada en tareas de gobernanza o de apoyo a esa gobernanza. Acaso una de las grandes aportaciones del actual presidente del Gobierno a la historia política española contemporánea haya sido la desfachatez con que falta a la verdad, ya sea de buenas a primeras, ya negando sin rubor alguno lo dicho la víspera. Y como ser hombre significa imitar al hombre –así lo consignó Witold Gombrowicz en sus Diarios y así lo reproduce Ferran Toutain como lema de su muy recomendable Imitación del hombre (Malpaso)–, lo mismo sus ministros que el resto de los derviches que llenan los despachos del Gobierno y del partido se han afanado en mentir durante todo este tiempo con prolijidad y alevosía. Piensen tan sólo en el ministro y no obstante candidato Illa. O en el alto funcionario Simón. O en la impagable aportación de los Lastra y Simancas en labores de zapa. Sin olvidar a la vicepresidenta Calvo, claro. Y todo eso ciñéndonos a la pata socialista del Gobierno de coalición.
Con todo, vengo observando en los últimos tiempos un fenómeno nuevo, que no sé si Julián Marías, de haberlo conocido, consideraría incluso digno de encomio. Consiste –por jugar con la propia descripción que hacía nuestro filósofo de la querencia por la falsedad– en “afirmar la verdad a sabiendas”. No necesariamente una verdad objetivable, pero sí, en todo caso, una que revela un sentimiento sincero, algo así como una creencia. Reparé en ello por vez primera hace unos días cuando Salvador Illa hizo su debut como candidato declarando que “todos somos responsables de lo que ha pasado en Cataluña estos años”. Luego, este mismo domingo, lo vi ratificado en una afirmación de su correligionario y supuesto mentor Miquel Iceta: “No voy a cambiar mi idea de que Cataluña es una nación para ser ministro”. En ambos casos, la verdad asoma en forma de creencia. El candidato y no obstante ministro está a todas luces convencido de la barbaridad que sale de sus labios. Y el fontanero mayor del socialismo catalán, por su parte, no tiene tampoco duda alguna de que hoy en día se puede ser ministro de una nación como la española aunque a uno la que le haga tilín sea otra.
El interés de la izquierda
Pero lo que ya me parece significativo, y, por qué no decirlo, de una relevancia tan notoria como insospechada, es la respuesta que la vicepresidenta Calvo nos sirvió el pasado lunes en una entrevista. “¿El Gobierno de coalición acabará la legislatura?”, le preguntaban. Y ella contestó: “Sí. Tenemos que culminar un trabajo que es bueno para la izquierda de este país”. No creo que ningún ciudadano vaya a poner en cuestión no ya su sinceridad, como en el caso de Illa e Iceta, sino la verdad objetiva que encierran sus palabras. ¿Quién va a dudar, en efecto, de que el Gobierno presidido por Pedro Sánchez no gobierna para el conjunto de los ciudadanos, buscando, ni que sea de tarde en tarde, el interés general, sino sólo para una parte de ellos, la que se sitúa ideológicamente a la izquierda?
Con lo que no queda más remedio que admitir que la desfachatez de este Gobierno reside tanto en su inveterada costumbre de mentir como en su súbito aprecio por la verdad. Y, por más que esto vaya a complicarnos la vida a quienes nos dedicamos a la exégesis de sus dimes y diretes –en la medida en que ya no sabremos si mienten o dicen la verdad–, justo es reconocer que, moralmente al menos, se trata de un paso adelante.
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