Circula un vídeo por internet cuyas protagonistas son Ada Colau y Yolanda Díaz. Las dos pasean por Barcelona con una actitud... es complejo definir esa actitud. Es la propia de una sobredosis de dopamina. La de las protagonistas del telefilme de Antena 3 de los domingos por la tarde. O la de los 30 segundos de presentación de Las chicas de oro. Colau corretea hasta alcanzar un grupo de muchachas con los que se fotografían, mientras una de ellas dice: “Ay, ¡me encanta!”. Luego, se sientan en un bar para tomar vermú -o lo que sea- y todo son sonrisas y buen humor.
La izquierda yolandista quiere transmitir esa imagen, seguramente, para intentar poner el contrapunto a la política de agitación que ha abundado por estos lares desde hace unos cuantos años. A Isabel Díaz Ayuso le ha salido bien ese cambio de registro, pero no está nada claro que a la vicepresidenta del Gobierno le funcione igual. Porque Ayuso encarna el personaje -y es un personaje, que a nadie le quepa duda- de mujer madrileña contemporánea. Pero, ¿qué es Yolanda Díaz? ¿La representante que copió a Barbra Streisand? ¿La nueva versión de Manuela Carmena?
Apréciese la importante diferencia: el rol que encarna la presidenta de Madrid existe a pie de calle. El otro, tan sólo se ve en las películas. La vida no es tan feliz y detrás de las demostraciones de alegría tan exacerbadas suele haber grandes dramas y enormes mentiras. La sobreactuación de Díaz es demasiado evidente. Esas sonrisas forzadas, ese tono de mujer encantada de la vida, estoica ante los problemas y distante de las puñaladas de partido..., ese registro es difícil de creer. Eso no existe. Los personajes planos no funcionan mal en política, sobre todo en tiempos de desencanto, en los que basta un discurso mesiánico para persuadir a los incautos. Pero deben ser verosímiles. Y el que encarna Díaz no lo es.
Apareció la vicepresidenta el domingo en el programa Salvados (La Sexta) y hay que decir que Gonzo le preguntó por todos los temas que requería la ocasión. Pero es que todo en Díaz sonó falso. Es demasiado evidente que sobreactúa. Habló de su juventud, que calificó poco menos que de idílica. Libros, inquietud, música, política..., y un apego a Santiago de Compostela que no es más grande que su ambición. De lo contrario, no estaría en el Gobierno. Si acaso, en la Xunta de Galicia.
¿Por qué oculta su ambición?
Porque ésa es la gran mentira de Yolanda Díaz y lo que revela que, en realidad, interpreta un papel. Ella asegura que no quiso ser ministra, que es ajena al lado más pueril de la política -”los amores y odios superan a los de cualquier serie de ficción”- y que no aspira a ser candidata a la presidencia del Gobierno, dado que simplemente creará una “plataforma trasversal” para escuchar a los ciudadanos y transmitirles esperanza.
Camufla su ambición para trasladar una presunta imagen de sencillez. Lo hace con un estilo de hacer política amable y negociador, como queriéndose desligar de la izquierda radical de los Pablo Iglesias, Pablo Echenique, Rafa Mayoral y compañía. Exhibe peinado de peluquería, imagen cuidada y discursos pronunciados casi entre susurros frente al chándal Adidas, el mal humor y el exabrupto en la sala de prensa del Congreso.
La estrategia no estaría mal si no tratara de ocultar su codicia con estilo de mala actriz. Porque es precisamente esa codicia la que le ha llevado a distanciarse del cuartel general de Galapagar y a hablar con tono grandilocuente de una reforma laboral que es más pequeña de lo que perseguía el pacto de Gobierno entre socialistas y morados. Esa ambición también le lleva a subrayar -como hizo delante de Gonzo- que Antonio Garamendi firmó el acuerdo sobre este tema tras una gran convulsión en la patronal. Yo, Yolanda, comunista desde los 16 años, hice removerse a los empresarios.
El problema es que esa estrategia está destinada al fracaso porque Díaz se encuentra en el Gobierno y cualquier castigo que reciba Pedro Sánchez afectará a sus opciones electorales. Podrá exhibir un discurso más centrado y distanciarse de esas representantes políticas -como Irene Montero- que parecen vivir en un lunes perpetuo, siempre enfadadas, siempre ofendidas, siempre con ganas de ofender con sus palabras. Pero, pese a todo, pese a su talante diferente, Díaz y su plataforma -quede como quede- pagarán un precio en las urnas por su presencia en la vicepresidencia segunda del Gobierno.
Aun así, todo da tantas vueltas que conviene ser prudente a la hora de calificar su figura política de un 'bluf'. Pero es acertado pensar que su personaje es falso y exagerado. Se verá tarde o temprano, cuando la ocasión aconseje que endurezca su discurso y deba quitarse su careta de mujer entrañable. Porque, al contrario que a Manuela Carmena, a Yolanda Díaz todavía le quedan unos cuantos años de carrera por delante. Es decir, llegado el caso, si vienen mal dadas, se verá obligada a cambiar de registro y a abandonar el buenismo. Entonces, ¿qué habrá que pensar? ¿Que miente ahora o mentirá en ese momento?
Ciertamente, no ha inventado nada ni ella ni sus asesores. Pero cuando estas cosas se observan a largo plazo, causan cierta vergüenza ajena. Hubo en este país quien consideró a Pablo Iglesias un héroe del proletariado, a Pedro Sánchez el renovador del PSOE y a Albert Rivera, como el Kennedy contemporáneo, el yerno ideal y el político más centrado. Todos mueren porque su personaje deja de resultar creíble. Esa mentira pesa muchas veces más en el votante que sus políticas.
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