Las recientes declaraciones de Meritxell Batet, ministra de Política Territorial y candidata del PSC al Congreso por Barcelona, al periódico Crónica Global llaman la atención por varios motivos. Empieza la entrevista expresando su desazón por el tono airado y faltón de la campaña electoral: "Estoy sufriéndola, no me gusta que las campañas ni la política general acaben apareciendo como un lugar para insultar, para crispar y para generar más tensión". Según explica, la política debería servir para ofrecer soluciones a los problemas de los ciudadanos y buscar consensos amplios en lugar de alimentar los conflictos. De ahí que le preocupen los insultos o la formación de bloques antagónicos, pues impiden esos consensos imprescindibles. Desde el principio el diálogo aparece como el leitmotiv de la entrevista.
En campaña no es fácil estar a la altura de lo que se pregona. Un día antes Batet había presentado a Cayetana Álvarez de Toledo como la candidata de Vox y descrito al PP como la "derecha más extrema", "fuera del marco constitucional". En la misma entrevista sitúa a Ciudadanos "en el extremo del tablero", abrazados a la extrema derecha. No es fácil mantenerse en el podio de la superioridad moral al tiempo que uno se une a la gresca electoral.
Más importante es lo que dice en otro momento de la entrevista, cuando Batet argumenta que no se puede imponer la Constitución a los independentistas catalanes: "Si hay más de dos millones de personas en Cataluña que no reconocen como suyo ese marco constitucional, pretender imponerlo no nos va conducir a ninguna solución, habrá que sentarse a hablar, escuchar las razones y argumentos, para ofrecer contraargumentos, que es lo que ha hecho el Partido Socialista". Una vez más, el diálogo frente a la imposición. Y los socialistas, claro está, representan el diálogo como única vía de solución.
Se equivoca Batet. El diálogo no consiste en cederle la razón al adversario con tal de acordar algo, sino que pasa por articular y defender con razones lo que consideramos justo o deseable
El lector curioso encontrará pocas pistas sobre esa solución a la crisis catalana, más allá de que los partidos han de buscarla por medio del diálogo. Batet simplemente habla de modificar el Estatut y a medio plazo la Constitución para mejorar el autogobierno, sin ofrecer nada concreto al respecto. Todo se resuelve en sentarse a hablar y abandonar las posturas maximalistas para buscar acuerdos entre todos. A lo más que llega es a señalar que el resultado sería alguna clase de compromiso por ambas partes, hecho a base de renuncias y concesiones mutuas. El parlem se queda en puro voluntarismo o gesticulación si no se avanzan algunas indicaciones sustanciales sobre las líneas de la reforma o el alcance de las concesiones. Tratándose de un asunto de tanta trascendencia como la modificación de la Constitución, ceñirse al mantra del diálogo resulta frívolo, cuando no inquietante. Los antecedentes, como el del relator o las declaraciones de Iceta al diario Berria, no contribuyen a mejorar esa impresión.
Es inevitable acordarse de lo que escribía hace unos días Félix Ovejero sobre "el simulacro de argumento" empleado por el PSC para defender la inmersión lingüística. Según decían, la defendían porque había un consenso entre los partidos. Que es tanto como renunciar a tener una posición propia sobre el asunto para adoptar lo que piensan otros; en vez de ofrecer razones sobre cuáles serían los términos deseables del acuerdo, el hecho del acuerdo se toma como razón concluyente. En el caso de Batet, en lugar de apelar a un consenso que supuestamente ya existe, todo se fía el hecho de alcanzar algún acuerdo, eludiendo lo que de verdad importa, que son las líneas maestras del acuerdo deseable. El diálogo no consiste en cederle la razón al adversario con tal de acordar algo, sino que pasa por articular y defender con razones lo que consideramos justo o deseable.
Salvo que se trate en realidad de otra cosa. Como apunta Ovejero, tras el desnortado argumento del consenso usado por el PSC puede vislumbrarse un propósito claro: ofrecer una salida al nacionalismo catalán. Lo que pasa por normalizar su discurso, considerando que sus demandas son perfectamente legítimas, algo a lo que habría que atender y dar satisfacción en vez de oponerse a ellas con buenas razones. Ciertamente, muchas cosas en la evolución de la política catalana y en el rumbo del PSC, de la reforma del Estatut a la manifestación encabezada por Montilla contra la sentencia del Tribunal Constitucional, se explican por esa deferencia habitual hacia el nacionalismo.
Usurpación de las instituciones
Esa deferencia se trasluce en la misma idea de ‘imponer el marco constitucional’. Recordemos lo que dice Batet: si dos millones de independentistas no aceptan el marco constitucional, no se les puede imponer y hay que dialogar con sus representantes. Basta un sencillo ejercicio de sustitución, cambiando a los independentistas por Vox. Pero eso la ministra no lo acepta bajo ninguna circunstancia, pues en el caso de Vox sería inadmisible diálogo alguno. Según afirma en la entrevista, a la extrema derecha no se la puede normalizar, sino que hay que desterrarla, ‘porque pone en cuestión los fundamentos del propio sistema democrático’. ‘Sentarse a hablar, escuchar las razones y ofrecer contraargumentos’ está bien pero sólo con algunos. Por lo que se ve, el diálogo no es la solución para todo y al populismo de derechas sí hay que combatirlo con firmeza. Estoy por suponer que aquí la imposición se trocaría en defensa del orden constitucional.
Convendría recordar quiénes fueron lo que quisieron imponer unilateralmente una Constitución a sus conciudadanos, sin respetar las leyes ni los procedimientos democráticos. Al margen de la calificación penal que reciban los hechos cuando haya sentencia, los acontecimientos de septiembre y octubre de 2017 en Cataluña fueron el ataque más grave al orden constitucional y a la democracia española desde el golpe de Estado de 1981. La propia Meritxell Batet no ignora la gravedad de aquellos días aciagos, aunque lo haga para criticar al PP. En la entrevista recuerda los dos referendos ilegales, o las leyes del referéndum y de transitoriedad aprobadas los días 6 y 7 de septiembre en el Parlament, de las que dice que no sólo rompían el marco constitucional, sino que vulneraban los derechos de todos los ciudadanos.
Lejos de una imposición, la Constitución ofrece un marco estable y seguro para el ejercicio de los derechos, incluidos los relativos a la participación democrática y la libre discusión
Precisamente la protección de los derechos del conjunto de los ciudadanos en condiciones de igualdad constituye el núcleo de un régimen constitucional democrático como el nuestro. Como decía la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789): "Una sociedad en la que esté asegurada la garantía de los derechos, ni exista separación de poderes, no tiene Constitución". En otras palabras, el sentido de una democracia constitucional está en limitar el poder, incluso el poder de las mayorías democráticas, para garantizar la convivencia en libertad y con ello el pluralismo social y político. Ello implica, como tantas veces se ha repetido, que los poderes públicos han de actuar siempre sujetos a la ley y a la Constitución, fuera de la cual carecen de autoridad. En consecuencia, quien pretende quebrar el orden constitucional, derogándolo arbitrariamente como se intentó en Cataluña, pone en grave riesgo los derechos de los ciudadanos y la convivencia en una sociedad plural. Ahí sí estuvieron en jaque los cimientos de una democracia constitucional.
Es fácil ver la confusión en las palabras de la ministra. El orden constitucional garantiza un orden de libertades a todos los ciudadanos, incluidos los dos millones de independentistas, y ofrece un cauce ordenado de expresión al pluralismo político. Lejos de una imposición, la Constitución ofrece un marco estable y seguro para el ejercicio de los derechos, incluidos los relativos a la participación democrática y la libre discusión. De ese modo protege a los ciudadanos frente a la usurpación de las instituciones y la imposición contra derecho de un proyecto político excluyente. Pues eso fue lo que presenciamos en Cataluña.
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