Cuando Pedro Sánchez compareció el miércoles pasado desde el Palacio de La Moncloa a muchos se les antojó que era demasiado tarde; el desorden en Cataluña ya era tal que sobraban las palabras y había que pasar a los hechos. Pero Sánchez no quería pasar a los hechos. Se limitó a pedir calma a pesar de que tanto el PP como Ciudadanos y Vox le habían insistido que aplicase el artículo número 155 de la Constitución o, en su defecto, la Ley de Seguridad Nacional que pondría a los Mossos bajo control del Ejecutivo.
Sánchez prefirió ponerse de perfil, y tenía buenos motivos para ello. Los altercados en Barcelona son obra de un grupo no muy numeroso pero sí muy decidido y organizados por activistas protegidos y amparados por el Gobierno regional. Esto no es una suposición, es un hecho. El mismo Torra se apuntó encantado al happening durante el corte de la autopista AP-7 y recorrió un tramo junto a los manifestantes rodeado de cámaras para que todos supiesen que estaba ahí. Luego, esa misma noche, cuando el centro de Barcelona ardía por los cuatro costados, aseguró que los disturbios eran obra de infiltrados, que su gente era pacífica.
Algo, como vemos, simplemente inaudito pero que, según están las cosas en España, nos parece hasta normal. Hemos terminado por asumir que una parte del Estado -la Generalidad de Cataluña- se haya rebelado contra el mismo Estado y, ya legal o ilegalmente, trate de minar su autoridad y su legitimidad constantemente. Todo lo más que ha cambiado ha sido el método. El de ahora entraña menos riesgo para los capitostes de la Generalidad y descarga todas las responsabilidades sobre una barahúnda amorfa de manifestantes, algunos incluso menores de edad.
Tras el fracaso de la anterior intentona hace dos años, que se estampó contra la Justicia y que tuvo como consecuencias inmediatas la fuga de Puigdemont a Bélgica, el encarcelamiento de parte de su Gobierno y la posterior ruptura del bloque independentista, al sector cercano al expresident no le quedaban muchas opciones para mantener vivo lo suyo. El tiempo pasa inexorable y todo se olvida, incluso las gestas patrióticas como la que creyó consumar el de Amer.
Esto les está pasando factura en las urnas. En las elecciones de abril, ERC duplicó los votos de JxCat, el partido de Puigdemont. Si las elecciones autonómicas se celebrasen mañana, ganaría de calle ERC y eso supondría que los ex convergentes se quedarían sin la presidencia, que es una fuente de poder, influencia y fondos de la que no pueden prescindir. A lo sumo, y sólo si ERC se aviene a pactar con ellos (que también podría hacerlo con el PSC), podrían entrar en el Gobierno con algunas consejerías. Esto por un lado; por otro, Puigdemont y su extraviada causa cada vez quedan más lejos, y no ya en el extranjero, sino en la misma Cataluña. Es esencialmente un personaje grotesco tratando de mantenerse con vida y así es como cada vez más gente le percibe.
Un fugitivo olvidado
El Consell per la República que lanzó desde Waterloo hace un año ha captado apenas 80.000 socios según su página web, un número sensiblemente inferior a los votos que, por ejemplo y siendo el partido menos votado, obtuvo el PP en las autonómicas de 2017. Las diadas han ido a menos en estos años, han empezado a descolgarse esteladas de los balcones y, las que permanecen, amarillean ajadas por el tiempo. El tema, su tema, ha pasado a un segundo plano, le cuesta conseguir titulares y ya ni le piden entrevistas en la prensa internacional.
Así las cosas, al puigdemontismo sólo le quedaba un cartucho: dar el do de pecho coincidiendo con la sentencia del procés. Pero, claro, ¿cómo hacerlo sin terminar entre rejas? Porque ahora saben que la Justicia actúa y que si transitan por la misma vereda que transitó Puigdemont hace dos años se verán pasando frío este invierno en Soto del Real acusados de sedición. Con esa vía cerrada sólo cabía armarla en la calle, organizar un 'maidan' con barricadas, vehículos incendiados, infraestructuras cortadas y la correspondiente huelga general con toda la población atemorizada.
Pero los señoritos de la parte alta de Barcelona no saben hacer eso. La policía, además, pega y puede dejarte un buen moratón en el lomo. Hasta ahí no se van a rebajar, al menos ellos, pero sí las fuerzas de choque de la CUP y asimilados, grupos de extrema izquierda, profesionales del ramo de la algarada callejera que llevan años pidiendo un levantamiento violento, tomar las calles, sembrar el caos y meter fuego a Cataluña. Nada nuevo, el programa base de cualquier partido que sueñe con derribar el sistema, ocupar el Congreso y esas cosas que se hacen en las revoluciones. Ahí los señoritos han encontrado numerosos aliados dentro y fuera de Cataluña. Es una alianza extraña y contra natura pero sirve para la función que le han asignado. El independentismo conservador se ha terminado echando en brazos de la izquierda ultramontana y la izquierda ultramontana en brazos del independentismo conservador.
De ese movimiento forma parte Quim Torra que, de un modo u otro, espera sacar algún beneficio de esta ola de disturbios en forma de un indulto que incluya también a su jefe
Era previsible que en lugares como Madrid o Sevilla gente afín a Podemos y Más País saliesen esta misma semana a la calle para solidarizarse con los que protestan en Cataluña. Les envidian y quisieran hacer lo mismo en sus respectivas ciudades, pero ni en Madrid, ni en Andalucía existe una anomalía como el nacionalismo reaccionario que se apoderó de Cataluña hace ya años, una cepa que ha terminado mutando en una parodia del fascismo italiano con los camisas negras subcontratados en otro partido. No es casual que la última bandera que ha adoptado la ya riquísima vexilología independentista sea de color negro tomada de un grupo terrorista de los años 20.
De la extrema izquierda nada debería extrañarnos. Vive en un mundo aparte completamente desconectada de la realidad. En España concretamente está instalada en la mística de los años 30, la Guerra Civil y la revolución pendiente de aromas latinoamericanos. Lo anormal aquí es el comportamiento de la burguesía catalana cuyo bienestar le iba en su proverbial sensatez. Son los dueños absolutos de aquello y suelen tener al Gobierno en Madrid cogido por salva sea la parte.
Ceder ante los violentos
Algo así sólo se explica en clave de pura desesperación individual de un tipo que ha hecho de su causa personal un movimiento que, derrotado en todos los frentes, ya sólo puede expresarse mediante la violencia desatada en la calle. De ese movimiento forma parte Quim Torra que, de un modo u otro, espera sacar algún beneficio de esta ola de disturbios en forma de un indulto que incluya también a su jefe. La violencia, por más que nos pese, funciona. Lo vimos en el País Vasco durante décadas. El Gobierno en Madrid quiere ahorrarse problemas y siempre termina cediendo ante los violentos. Esa es la cruda realidad aunque no nos guste escucharla. Cuanta más violencia pongas encima de la mesa, más caso te harán.
De ahí que Sánchez sea tan reacio a intervenir. Recordemos que a Rajoy le costó mucho aplicar el 155, siendo aquello mucho más grave que lo de esta semana y, cuando lo hizo, se decantó por un 155 muy suave para no levantar suspicacias. Sánchez tiene ahora el problema añadido de que en 20 días se presenta a unas elecciones en las que se lo juega todo y no quiere dar ni medio paso en falso. Eso también lo sabían los que han puesto esto en marcha. Huelen la angustia en Moncloa y se saben impunes. Por eso han incendiado Cataluña.
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