Las comparaciones ofrecen oportunidades. No hay que aborrecerlas. El prejuicio ocupa demasiado lugar. Por eso resultan convenientes, pedagógicas y aleccionadoras. Hace tres semanas, el Consejo Constitucional francés tumbó un artículo de la ley para la protección y la promoción de las lenguas regionales: la enseñanza en bretón, catalán o vasco. La legislación anulada de inmediato -solo un mes después de su aprobación parlamentaria- permitía la inmersión lingüística en dichas lenguas. El Constitucional francés cortó de un tajo: “La lengua de la República es el francés”. El asunto se ha despachado con la contundencia propia de la Francia jacobina, centralizada y republicana sin matices, dejando la posibilidad de estudiar en otro idioma o lengua autóctona a quien se lo quiera pagar en una escuela privada.
Por si a alguien le queda alguna duda, los magistrados recuerdan que para comunicarse con la administración sólo se usa el francés dejando para el ámbito social y familiar el empleo de la lengua autóctona que ni mucho menos es oficial. Cuando el actual presidente de Francia visitó Córcega cerró la puerta a cualquier posibilidad de que el corso se asemejará al idioma oficial del Estado. Francia es un país y a veces el nuestro, en comparación, un simulacro.
El proceso independentista catalán, apoyado en la lengua como herramienta clave y determinante para la segregación de la población, se deja ver, como el agua clara, en la decisión de los magistrados del Tribunal Constitucional francés. Guste o no, el proceso de descentralización español sirve de ejemplo para lo bueno, pero también para lo malo. Y para esto último inclina esa balanza la ausencia de lealtad institucional y el incumplimiento sistemático de la ley. Lo ocurrido en el examen de acceso a la Universidad (EBAU) en Cataluña demuestra que la inacción del Estado permite, a quienes han ocupado todo el espacio, remachar año a año el clavo de la supresión del idioma común en favor de otro que no lo es en toda España. No solo se desoyó la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, sino que se marcó con “un punto o un no”, junto al nombre y apellidos del alumno en la lista, a los que solicitaron hacer el examen en castellano, o si todavía se permite el sinónimo, en español. No se les preguntó en que idioma querían los enunciados sino si aceptaban o no el examen en catalán.
¿Qué tiene el amarillo que tanto se usa cuando se trata de distinguir o segregar según los casos? Que se note, para bien o para mal, la diferencia. El sentimiento aplasta a la razón
Así, quedaron señalados en una lista, como en Baleares donde, a la chita callando, un gobierno presidido por el PSOE, o mejor dicho los socialistas-nacionalistas y también viceversa, va camino de superar a la matriz peninsular independentista con una ley de inmersión lingüística que obliga a un mínimo de un 50% en catalán, pero sin límite, hasta el 100% según convenga. Como aperitivo, en la prueba de la EBAU, se utilizaron hojas de color amarillo para el examen en castellano. Que no quepa duda quien es un “españolazo”, como el protagonista de las novelas Terra Alta e Independencia de Javier Cercas. ¿Qué tiene el amarillo que tanto se usa cuando se trata de distinguir o segregar según los casos? Que se note, para bien o para mal, la diferencia. El sentimiento aplasta a la razón. La historia no se repite, claro que no, pero de vez en cuando se pone a rimar sin parar.
La semana que termina deja episodios nacionales memorables para nuestro Estado fragmentado. Hay 17 sistemas de corrección de los exámenes de acceso a la Universidad. Por lo tanto, dependiendo del nivel de exigencia de cada autonomía se obtiene la nota, aunque a la hora de elegir Universidad da lo mismo el lugar de origen, al ser España distrito único, lo cual es muy francés, pero con el inconveniente de que la prueba no la hace el Ministerio de Educación sino los 17 gobiernos autonómicos generando una flagrante desigualdad de oportunidades. Para remate, la ley Celaá permite examinarse de la EBAU sin haber aprobado todas las asignaturas del Bachillerato. Todavía este curso ocho autonomías se han resistido. El próximo año, en esto también seremos como en Francia, todos iguales, pero a la altura del suspenso.
Educación y Sanidad por 17 y cada vez con más barreras interiores. Hay que obtener una tarjeta de desplazado dentro de España -suena a damnificado de guerra- para solicitar este verano la vacunación, si todavía no se ha recibido la segunda dosis, en el lugar de vacaciones. Por supuesto que hay comunidades como País Vasco y Navarra que han puesto ya sus fueros por delante y ya han dicho que los desplazados sean inoculados en su pueblo, como dice el nacionalismo vasco, del Ebro para abajo. Menos mal que el Ejército pincha a los futbolistas de la selección española de fútbol. Con la cantidad de desplazados que acumula, mejor no imaginarse la diáspora para ponerse a la cola de las agujas en su respectivas consejerías regionales. Les darían cita de 17 maneras diferentes. Ni que decir tiene que España perdería el partido contra Suecia del próximo lunes por incomparecencia.
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