España afrontó la crisis del covid con un volumen de deuda pública extraordinariamente elevado, equivalente al valor anual del PIB, y durante dicha crisis este cociente deuda pública/PIB ha aumentado más que en casi cualquier otro país europeo, situándose alrededor del 118% a finales del pasado año. Por decirlo eufemísticamente, no estamos precisamente en la mejor posición para encarar la crisis estanflacionista de la subida del petróleo y demás materias primas que vivimos. Una crisis cuya gravedad se acentuará en proporción a la duración de la invasión rusa.
La causa principal de la denominada gran recesión de finales de la primera década de este siglo fue el excesivo endeudamiento de empresas y familias, que erróneamente pensaron que los tipos de interés se mantendrían inalterados y podrían renovar indefinidamente sus deudas en los mismos términos que las contrajeron inicialmente. La crisis fiscal que se está gestando, aunque sólo afectará a unos pocos países y por ende no será tan generalizada ni tan grave como aquella, tiene en cierto modo un origen causal similar. En efecto, el sector público de algunos países, el nuestro de manera muy destacada, ha incrementado alarmantemente el déficit público estructural, y consecuentemente la deuda pública, pensando o esperando renovar indefinidamente los vencimientos pagando tipos de interés negativos o en todo caso muy reducidos.
Es innegable que el aumento del déficit público era la receta adecuada e ineludible en respuesta a la pandemia, pero no así en los años inmediatamente anteriores. A pesar de crecer por encima de la media europea en 2016 y 2017, el déficit público estructural no bajó del 3% del PIB. Con el cambio político y la llegada de la singular coalición de partidos que nos gobierna, dicha cifra prácticamente se ha duplicado, esencialmente por haber efectuado incrementos excesivos de gasto público permanente siendo el alza de impuestos realizada de escasa eficacia recaudatoria. Nótese que las cifras se refieren al déficit estructural y por tanto no incluyen los aumentos de gasto o caídas de ingresos públicos ocasionados por la caída del PIB por debajo de su potencial.
La estructura impositiva de los países nórdicos se caracteriza por impuestos indirectos más elevados que los de nuestro país, con impuestos sobre la propiedad, el capital y las empresas significativamente menores
Si bien es evidente que la dinámica presupuestaria puesta en marcha por este gobierno es insostenible, la raíz del problema viene de muy atrás y estriba en la incongruencia fiscal de la socialdemocracia hispana. Esta incongruencia o falta de disciplina fiscal consiste en querer (y conseguir) aumentar el peso del gasto público en la economía rehuyendo adoptar la estructura impositiva necesaria para financiar dicho gasto sin incurrir en niveles de déficit y deuda pública insostenibles. La socialdemocracia en los países escandinavos y centroeuropeos, en algunos casos tras sufrir una crisis fiscal, descubrió que para alcanzar sus ambiciosos objetivos de gasto público era menester dotarse de una estructura impositiva que recaudara en consonancia con dichos objetivos, lo que exige ante todo no dañar el dinamismo económico.
Así, la estructura impositiva de estos países se caracteriza desde hace tiempo por impuestos indirectos mucho más elevados que los de nuestro país, por impuestos sobre la propiedad, sobre el capital y sobre las empresas significativamente menores (en prácticamente ninguno de ellos existe impuesto sobre el patrimonio) e impuestos sobre las rentas del trabajo algo mayores.
También tienen estos países tasas y precios públicos superiores a los nuestros. Por contra, los aumentos del gasto público en nuestro país, de manera tragicómica en tiempos recientes, se han intentado pagar mediante subidas de impuestos a “los ricos”, mediante un aumento de los tipos marginales sobre la renta, de los tipos sobre el patrimonio y los rendimientos del capital, y alzas del impuesto de sociedades y las cotizaciones empresariales a la seguridad social. Es esta una estructura impositiva que erosiona el crecimiento tendencial de la economía y el empleo. La consecuencia inevitable de intentar pagar el gasto público creciente con esta estructura impositiva es, y será siempre, un aumento del déficit y la deuda pública, ya que por esta vía los ingresos públicos seguirán quedándose muy por debajo del gasto público.
Como le ocurrió al sector privado en la gran recesión, el elevado endeudamiento soportable y tolerado por los mercados en determinadas circunstancias puede tornarse rápidamente insoportable
En ausencia de reformas para reconducir el nivel de gasto público hasta los niveles que permite nuestra capacidad de generar ingresos públicos o de reformar nuestra estructura impositiva para poder afrontar los actuales niveles de gasto público, antes o después se producirá una crisis fiscal. Este hecho se puede retrasar en circunstancias excepcionales de tipos de interés negativos y compras masivas de deuda pública por parte del BCE, como viene aconteciendo desde hace años. Pero como le ocurrió al sector privado en la gran recesión, el elevado endeudamiento soportable y tolerado por los mercados en determinadas circunstancias puede tornarse rápidamente insoportable si dichas circunstancias se alteran significativamente. Las características de esta crisis, un aumento inusitado de la inflación y un debilitamiento acusado del crecimiento económico, tienen el potencial necesario para producir esa alteración. Ciertamente la situación será difícil para todos los países europeos, pero la posición fiscal de nuestro país, como sucedía con la de nuestro sector privado en la gran recesión, se encuentra entre las dos o tres peores de la UE.
A medida que el BCE vaya ralentizando sus compras de deuda pública y se restablezcan los mecanismos normales de estos mercados, veremos las señales correctoras de la prima de riesgo. Por ejemplo, en condiciones normales, el mero anuncio de un gasto tan disparatado, especialmente teniendo en cuenta nuestra posición fiscal, como el del programa de igualdad elevaría la prima de riesgo. De forma más general, las presiones de los mercados y de las autoridades europeas podrán limitar o imponer acciones fiscales contrarias al ideario gubernamental.
Cuando eso ocurra, no faltarán voces que reclamen el ejercicio de la soberanía fiscal como un derecho democrático básico de la sociedad. Quienes así piensen deben saber que cuando un país utiliza recurrentemente su soberanía fiscal para cometer soberanos disparates antes o después termina perdiendo dicha soberanía, esto es, termina viéndose obligado de facto o de iure a instrumentar medidas correctoras frontalmente contrarias a los intereses electorales del gobierno en el poder. La soberanía fiscal de un país para aumentar su deuda pública ha de ser compatible con la de los ciudadanos e instituciones de dicho país y de otros países para decidir si compran y a qué tipos compran dicha deuda.
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